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Ricard Pérez Casado

PLAZA MAYOR

Ricard Pérez Casado

Banalizar y olvidar

Banalizar, trivializar, olvidar. La secuencia verbal y sus conjugaciones son corrientes en estos tiempos. Siempre hubo en el pasado la tentación de usarlos pero una especie de pudor, en democracia claro, impedía el recurso a estas fugas de la realidad. Ahora se inventó la realidad alternativa que parece constituir la única verdad cual nueva revelación, fugaz, gaseosa, inaprensible.

La intención que existe cada vez menos oculta, de quienes detentan el poder efectivo no es otra que adormecer, anestesiar, a la colectividad. Un caudal arrollador de informaciones a través de todos los medios se presenta como ejercicio de la pluralidad en libertad. Como propuesta no está nada mal, encomiable incluso como ejercicio de la libertad de expresión, de la misma libertad a secas.

Informaciones que conducen salvo contadas excepciones al primero de los verbos. La banalización de los hechos y en consecuencia inevitable a conjugar el tercero, olvidar.

Tomemos el caso de la corrupción. La política por supuesto, pero también otra menos aparente, la privada en sus vertientes empresariales, familiares, amistosas.

La primera ha sido recurrente, una plaga que nos acompaña secularmente. Lo puso de relieve Jaume Muñoz Jofre, con prólogo de Paul Preston, y éste con un equipo de investigación formidable nos ha obsequiado con cientos de páginas que recorren nuestra historia desde 1854 hasta hoy mismo. Reyes, reinas, regentes, políticos, banqueros, negreros, un elenco que convierte en pocilga a toda una sociedad. Porque como decía Goethe en su ‘Zorro’, los demás que no forman parte de la élite cleptócrata aspiran al relevo o al menos a las migajas.

O lo que todavía es más inquietante, a justificar, comprender, e incluso admirar a los autores de la corrupción, elevándoles al pedestal digno de imitación. El desprecio por la realidad sustituida por las realidades alternativas, es decir, la mentira elevada a la categoría de sentencia inapelable ante una población embobada, crédula, carente de los instrumentos elementales del discernimiento.

Porque esta es una de la razones de la credulidad con que se acoge la corrupción o el alud informativo destinado a seguir con la patraña. El rechazo a la cultura en su sentido más amplio, incluida la urbanidad, el respeto a las opiniones ajenas, se sustituye por la onomatopeya, el griterío, la descalificación de quienes se atienen a la por lo visto anticuada «compostura del razonar». El desprecio alcanza a sentencias como la de «el don sin din(ero), es basura», que se escucha a veces en referencia a los intelectuales o académicos. Es decir, el dinero como medida de todas las cosas, y por supuesto del poder, la base misma del poder.

La consecuencia es el olvido. Se ocupan de ello componentes de la sociedad y de las instituciones. Los procedimientos políticos, judiciales, se prolongan en el tiempo, al punto que el común de los mortales ante el flujo de otras informaciones acaba olvidando. A veces con sorpresa el tipo de ¿todavía está el tema en el juzgado? ¿El presunto o el condenado en la calle y el procesado contando y exhibiendo los beneficios de sus delitos? Y sin embargo, cantantes o autores desconocidos, de pensamiento diferente, en las cárceles.

Innovaciones lingüísticas en medio de la pandemia. Las ‘no fiestas’ prólogo de nueva oleada de afectados por el virus. Alentadas por quienes tienen la más alta consideración social, eclesiástica o ciudadana. Lejos de atenerse a la evidencia científica, a la prudencia más elemental, se estimula la afluencia a actos que sencillamente debieran ser aplazados y en todo caso si la piedad a la afición festiva no admiten demora, que se reserven a la intimidad de los hogares donde se puede encender el televisor y contemplar la incitación a saltarse a la más elemental de las reglas: no amenazar con el contagio a quien se atiene a las normas.

Claro que estos signos de inmadurez se acumulan sobre otros elementos en sincronía con las crisis sucesivas, de las que se antoja remota a partir de 2008, periodo al que parece que queremos volver por la vía del mismo capitalismo salvaje amparado por las instituciones y los gobiernos por aquello de la reconstrucción, es decir la re-construcción y la inevitabilidad de un modelo fracasado.

La resurrección de los PAI, del célebre agente urbanizador con otro nombre, amenaza los espacios que la crisis anterior evitó masacrar. Los mismos perpetradores se apresuran a tomar posiciones ante administraciones que se prestan a la complicidad cuando no la encabezan. «Los mismos perros con distintos collares», dicen los malintencionados: discretos autores de las normas urbanísticas que cuando se cumple la formalidad del trámite político-administrativo se ocupan de su aplicación de la mano de «la colaboración público-privada» el ungüento que acalla las malas conciencias cuando estas últimas existen.

En las zonas enfáticamente descritas como vacías, lo que ahora han descubierto como novedad lo fue en los años sesenta del pasado siglo con la huida de la población a las ciudades. Expulsadas de zonas más avisadas se han desplazado: macro-granjas, macro-mataderos, macro-plantas de energía, todo macro, con el señuelo de inversiones millonarias y miles de puestos de trabajo que ocuparan obreros inmigrantes por ausencia o rechazo de los locales. El resultado amplía zonas contaminadas, como ya sucede con las granjas actuales pero a gran escala como todo proyecto de recuperación que se precie.

El alboroto político, propio de la inanidad y ausencia de ideas, de objetivos comprensibles para el común de los mortales, se amplifica en los medios, confundiendo la anécdota y el chascarrillo cada vez de peor gusto, con el ejercicio de la política. La igualación hacia abajo es paralela a la miseria de muchos de quienes se definen como representantes de los ciudadanos y ciudadanas.

Todo en un país que todavía exhibe las consecuencias de una guerra civil hasta la obscenidad de negar el reconocimiento a las víctimas o de mostrar, en sus más altas instituciones, el arrepentimiento por tantas desdichada. Ni olvido ni perdón para quienes parece, y lo dicen, que repetirían la criminal acción de sus antepasados, los directos o los afines.

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