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Vicente

la columna

Isabel Vicente

Bajo la cama

Pese a mi buen conformar, a que por suerte puedo acercarme a la playa cuando quiera, y a que me parece perfecto pasar los domingos mimetizada con el sofá viendo series, tengo que reconocer que también estoy hasta el gorro del coronavirus, del confinamiento, de no ver a mi familia ni a mis amigos y de haber olvidado ya lo que es salir de fiesta. Fíjense que el otro día me descubrí siguiendo el ritmo cuando en el trabajo sonó el móvil de un compañero con la notas del ‘Despacito’. Patético.

Si esto me pasa a mí con mis cincuenta y muchos años, no puedo evitar sentir una cierta ternura hacia esos adolescentes que aparecen en la tele saliendo de debajo de una cama, de un armario o de una cajonera en un intento de evitar la multa de la policía por estar en una fiesta ilegal. Y me recuerdo a mis 16 o 17 años con esa necesidad vital de reunirme con los amigos y de sentir las sensaciones que solo te dan esos primeros escarceos amorosos, esas fiestas en las que intentas intercambiar una mirada con el chaval que te gusta, esa necesidad de probarlo todo, de bailar, de ligar, de rebelarte y de beberte la vida sin límites. Y recuerdo lo largo que era un año a esa edad, antes de que el tiempo echara a volar. Me imagino entonces confinada un mes tras otro y no me cuesta entender lo que pasa por sus cabezas.

Pero entenderlos no significa justificar ni permitir estas aventuras. Nos jugamos el futuro y por eso debemos buscar la forma de convencer a nuestros críos de que esto no es una broma, de que ponen en peligro no solo su vida, sino las de sus padres y sus abuelos. Y hacerles entender que, aunque ahora no lo crean, tienen toda la vida por delante para disfrutarla. Eso sí, primero debemos concienciarnos los adultos y dejar de saltarnos las normas con excusas marrulleras que ni siquiera pueden justificarse por inmadurez.

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