El péndulo ha comenzado a bascular hacia un lado que se llama fatiga digital y tiene toda su lógica. Nuestras vidas se han convertido en una sucesión continua de mensajes, alertas, redes sociales, plataformas y llamadas hasta tal punto que absorbemos muchísima más información de la que somos capaces de asimilar. De este modo, la adquisición de conocimientos ha derivado en un magma banal, frágil y poco contrastado como ya advirtió hace una década el sociólogo y periodista Nicholas Carr en un libro imprescindible: Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? (Taurus). Aunque parezca mentira, ha llovido mucho en estos años recientes y el bombardeo informativo y la invasión de nuestra intimidad han aumentado a un ritmo tan vertiginoso que ya resulta imposible distinguir entre trabajo y ocio, entre lo público y lo privado, entre el periodismo serio y los bulos. La dura pandemia todavía ha agudizado más si cabe esta evolución hacia un mundo de usar y tirar. Por todo ello, el otro lado del péndulo atrae a más gente cada día, a personas que reivindican la lentitud para disfrutar del presente con una actitud hedonista, reflexiva y sugerente que nos devuelva una mirada más humana y menos robotizada de nosotros mismos y de nuestros semejantes. Fruto de esta fatiga digital han nacido movimientos como el del slow journalism (periodismo lento) y nuevas manifestaciones creativas que apuestan por descubrir ese placer de la pausa.

Así, paso a paso, se va consolidando una literatura para lentos, unos ensayos que reivindican la contemplación o el aburrimiento, ese dolce fare niente de los italianos sabios. Una autora que ha logrado un lugar de relevancia en este género es la californiana Rebecca Solnit, quien en una joya de libro titulado muy gráficamente El arte de perderse (Capitán Swing), afirma lo siguiente como declaración de principios: «Me encanta salirme del camino, ir más allá de lo que conozco y encontrar el camino de vuelta recorriendo unos cuantos kilómetros más, por un sendero diferente, con una brújula que discute con un mapa, con las indicaciones contradictorias y poco rigurosas de desconocidos». Está claro que Solnit se sitúa en las antípodas del esquematismo de los GPS o de la tiranía de los algoritmos y proclama que para sentirse libre conviene perderse. Otras escritoras extranjeras, como la alemana Andrea Köhler con su El tiempo regalado (Libros del Asteroide), se han sumado a este tan necesario elogio de la lentitud en tiempos de vértigo. En clave local y universal a la vez, el profesor y escritor murciano Miguel Ángel Hérnandez ha señalado que «toda una tradición del arte y la escritura reivindica la centralidad del aburrimiento, la necesidad de no hacer nada, la detención, la pausa». Hernández se ha servido para lograr su propósito de una costumbre tan española como la siesta. En un agudo y delicioso librito publicado hace poco, El don de la siesta (Anagrama), Hernández nos deja este párrafo de rebeldía: «Desconectar y dormir la siesta se convirtió en la era de internet en una suerte de salida al imperativo del entretenimiento, una resistencia a la obligación de estar activo, de hacer algo constantemente».