Mientras el tenebroso abismo al que conduce la vida natural —animal— se mantenía semioculto bajo la hojarasca del tardeo, el piscolabis, la sensualidad, la cháchara, la obsesión por el atuendo, el culo de mal asiento, la coreomanía y demás gajes de la frivolidad enfebrecida, el personal huyente y rebeldón salía del paso con el diazepam esporádico y el valium de las horas bajas. Pero llegó el confinamiento; el poder del autoengaño se redujo a mínimos históricos; y el vecindario, sin el taparrabos de la vida loca, quedó en cueros frente a su maltrecha espiritualidad. La desazón ha hecho presa del homo immaturus; un vértigo perturbador le acomete; una intensa, ineludible percepción de su alma famélica lo tiene acongojado, ansioso, incomodísimo, aunque no parece dispuesto, por el momento, a revisar su obstinación y a deponer su contumacia. Más bien ha optado, al ver que no puede aturdirse con la hiperactividad frenética de siempre, por embotarse la mente a base de laxatin, orfidal y tranxilium.

El consumo de sedantes, en lo que llevamos de pandemia, se ha disparado, y tiene uno para sí el convencimiento de que la nueva glotonería psicotrópica guarda una relación directa con el horror que ha producido en muchos inconscientes el atisbo de la negra sima; con la intuición, corroborada por ciertos vislumbres, barruntos y centelleos, de la muerte viva, la vida muerta o el espectro andante —zancarrones, tasajos y podredumbre— que viste, calza, perfuma y atiborra cada cual como si pudiese hollar saraos por tiempo indefinido. Las horas muertas en casa, el emético hartazgo de audiovisualidades, la melopea de red social y el silencio han obrado el milagro: han hecho que se agite y rebulla lo de dentro, que se oigan los bramidos, los desgarradores aullidos que profiere, aherrojado como está en la mazmorra más honda.

El hombre se ha encontrado con su espíritu, del que no se acordaba; ha comprobado lo hambriento y andrajoso que lo tiene, y el primer impulso, natural y comprensible por demás, ha sido cerrar la puerta, esconderse bajo la cama, negar la realidad y, a falta de jolgorio clandestino, atizarse un ansiolítico. Está, por tanto, como el adolescente perpetuo en que se ha convertido: en fase de negación. Ha entrevisto, al clarear la maraña de las distracciones, la cabeza sarnosa y escrutadora de Aqueronte, la barcaza en la que, sigiloso y marrajo, quiere subirlo, y la Estigia mefítica en cuya ribera opuesta quiere abandonarlo. Ha columbrado, entre los jirones de niebla y las tolvaneras, a los diablotes que le aguardan, expectantes, trastornados, histéricos, impacientísimos por trasladarlo a las zahúrdas de Plutón, maravillosamente descritas por Torres en el siglo xviii. Ha observado, pero, de momento, no ha querido ver. Ha cerrado los ojos y se ha tapado las orejas.

La mente, sin embargo, ha requerido un procedimiento más complejo: hidroxicina o, en su defecto, clorazepato, sustancias que, por otra parte, han perdido efectividad a causa del arresto domiciliario. La reclusión ha convertido a los ansiolíticos en un parche mal puesto que no puede ocultar al hombre su dimensión perdida. Ya no puede negar que ha descubierto —mueve la cabeza, se arranca la pelambrera, rechina los dientes y echa espumarajos, pero no puede negarlo— el estrecho camino de la verdadera felicidad. Con el tiempo aceptará que la que perseguía era una sombra espuria, una quimera fantasmal, hecha de animaladas y espejismos, y fijará el rumbo hacia la otra, compuesta de renuncias y esencias, mucho más humilde pero infinitamente más duradera. O quizá no. Quizá se imponga otra vez la contumacia. Quizá conjure sus angustias y zozobras a base de ansiolíticos, atraviese la pandemia encaramado a la tabla del trankimazín y vuelva, cuando regrese la «normalidad», a las tristes, irreflexivas y peligrosísimas andadas.

Todo puede ser, que decía don Alonso Quijano. El caso es que se ha disparado el consumo de ansiolíticos; que al sacar la basura encuentra uno en el suelo, junto a los contenedores, las cajas vacías del sedante popular; que mira uno las fachadas y se imagina, tras los cristales iluminados, al vecino alienado, tembloroso, desquiciado, engullendo ansiolíticos, hipnóticos y barbitúricos porque no entraba en las iglesias para que no se lo dijeran y se lo ha dicho el encierro, el silencio y el espejo; y porque prefiere amodorrarse que dominarse; porque prefiere seguir dando trompicones en el carrusel del entertainment y llevando a cualquier precio las anteojeras de la vorágine cuando sabe —porque lo sabe— que la tranquilidad empieza delante del sagrario.