El día que España perdió la Guerra Civil hubo una palabra que quedó victimizada: república. Y dos enormes grupos de ciudadanos que se convirtieron en exilados de dentro y exiliados de fuera. Entre los de dentro hubo toda clase de padecimientos y no sólo los de los campos de concentración y fusilamientos. Para ellos, la salida de la cárcel no fue liberación. La mayoría se vio obligada a cerrar la boca, a no manifestarse. Se republicano era ser maldito. En el exilio, la añoranza y la distancia hicieron crecer la angustia de la distancia, de la tierra y familiares.

Es vergonzante que haya quien se haya atrevido a comparar el exilio de miles de españoles que perdieron nacionalidad, incluso vida, con quienes gozan de toda clase de bonanzas en Bélgica. Tal comparación es ofensa, agravio, infamia y vilipendio para quienes, directa o indirectamente, conocieron la perversidad de las medidas que les aplicaron. Les impidieron, durante años, expresar la menor alabanza por un régimen que trató de mejorar las condiciones del trabajo, la igualdad para que las mujeres pudieran votar y sobre todo la educación con construcciones escolares modernas y métodos de enseñanza progresistas.

En algunas poblaciones había entierros a los que asistía un grupo de ciudadanos que en ocasiones ni siquiera conocía a los fallecidos. Se sabían miembros de una especie de círculo apestado. Eran perdedores. Individuos que practicaban la solidaridad en silencio. Los había que incluso no entraban en la iglesia donde se celebraba el funeral. Aguardaban la salida del féretro para acompañarlo al cementerio o al lugar donde se despedían los duelos.

Los ejemplos de familias que vivieron y sufrieron la infamia de los exilios no bastan con unos ejemplos, pero a veces son ilustrativos. Siempre se habla de los hombres derrotados y pocas veces se menciona a las mujeres que también pasaron por los centros penitenciarios y en ocasiones separadas del marido por los muros de la institución. Les sucedió a Juana Reynés y Manolo Torres Botacadires. La esquela que dedicaron a Juana el día que falleció fue explícita: «Mujer republicana».

El exilio más duro fue el de quienes fueron acogidos en la Unión Soviética como Alejandra Soler. Fue heroína en Leningrado donde salvó del infierno de los bombardeos a los alumnos de la escuela con niños españoles, salidos durante la Guerra Civil, que educaba como maestra. Cuando volvió a València halló comprensión y amistad. Se las había ganado sobradamente.

Por citar apellidos conocidos recuerdo a la familia Uribes, que corrió suerte dispar. Cayetano fue fusilado y su hermano José Antonio, médico y maestro, corrió la misma suerte, en Paterna. El tercero de los Uribes, Vicente, miembro del PC, se exilió en Moscú. Las dos hermanas también se exiliaron y una de ellas murió de tifus en París. Hoy hay, casualmente,un Uribes en el Gobierno de la nación.

Comparar los exilios de los republicanos con quienes pretenden proclamar la republiquita de Montserrat es agravio. Políticamente, la comparación es inadmisible.