El miércoles 24 de marzo recibí la confirmación oficial de que el 1 de abril sería vacunado junto a mis compañeros; quiso la fortuna que el día de mi cumpleaños recibiera un regalo tan especial. Al comunicarle la noticia a mi hermano mayor, se alegró y me dijo: ya tienes tema para escribir. Tan solo unos días antes se había aprobado que a los mayores de 55 años también nos vacunaban con AstraZeneca. El mundo académico recibía la vacuna de Oxford. En los medios de comunicación salían noticias contradictorias. Reconozco que desde un principio sentí algo de miedo. Entre los compañeros nos intentábamos animar los días anteriores con bromas, restando importancia a los posibles efectos secundarios. Mi médico de cabecera, sin él saberlo, me tranquilizó cuando en un programa radiofónico afirmaba que es más fácil que mueras por un rayo que por la AstraZeneca.

Llegó el día, y con una organización digna de alabanza, sin ninguna espera, con la sensación absoluta de seguridad, unos entraban a vacunarse y otros salían; en los rostros se vislumbraba esperanza. En el momento en que me pusieron la vacuna me sentí emocionado. Por mi cabeza pasaron en un instante las terribles cifras de muertes por la covid que diariamente padecemos, números a los que espero que nadie se acostumbre. ¡Cuántas tristezas, vidas truncadas y despedidas sin despedida hemos padecido! ¡Cuántos sufrimientos y sacrificios personales para llegar a donde estamos! En esos segundos que transcurrieron desde que me inocularon me sentí un privilegiado y un afortunado. Al llegar a la sala de espera donde nos encontramos muchísimos de los compañeros y compañeras que diariamente hacemos que nuestro sueño educativo siga en pie día a día, volví a sentir los pelos de punta; de forma espontánea todos empezaron a cantar el cumpleaños feliz, mientras en la pantalla de la sala de espera pasaban en el cronómetro los minutos de vigilancia por si la vacuna provocaba alguna reacción extraña.

Ese día recordé especialmente a mi padre. Cuando tuve mi primer trabajo como profesor me dio algunos breves consejos y, entre ellos, recuerdo uno que me llamó más la atención: tendrás que vacunarte contra la gripe, nuestra profesión es de riesgo, estamos en contacto permanente con los virus. Pensé que era exagerado pero lo hice. Año tras año con el ritual del cambio de hora llegaba el momento de ponerme la vacuna. Puedo asegurar que siempre me ha ido de maravilla. Nunca me planteé de dónde venía, ni qué laboratorios la habían fabricado, ni siquiera qué porcentaje de posibilidades tenía de defensa. Confiaba en el mundo científico. Simplemente me vacunaba y seguía con mis clases, esas clases que procuraba airear dejando alguna ventana abierta y, por supuesto, la puerta de la clase siempre de par en par, pese a las protestas de algunos alumnos frioleros.

En las primeras horas después de ponerme la vacuna la normalidad fue absoluta; por la noche llegó la fiebre y el malestar general. Mis recuerdos entonces retrocedieron en el tiempo a la niñez, cuando mi madre me aplicaba Vicks VapoRub en el pecho, con aquellos constipados que provocaban fiebre pero que la mano de una madre tranquilizaba. A la mañana siguiente poco a poco la fiebre remitió y pasadas veinticuatro horas me encontraba perfectamente. Realmente fue un cumpleaños especial, muy especial, diferente a todos los demás. Un cumpleaños en el que la esperanza de volver a vivir con normalidad es el mayor regalo que podemos recibir, deseando que la sociedad, de una vez, se dé cuenta de cuáles son las sencillas prioridades en la vida.