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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

Arcos chinos y arrabales caóticos

Más valdría tratar de embellecer los arrabales de la ciudad, en especial los que coinciden con las entradas y salidas, pues éstos si son factores turísticos relevantes

Hace algo más de cincuenta años, un amigacho de Orson Welles, autor de la afamada ‘Oh! Calcutta!’, el británico Kenneth Tynan, vino a pasar un verano en la desconocida para él, ciudad de València. Entre las múltiples sorpresas que esta urbe le deparó y a la que bautizó como «capital mundial del antiturismo», dejó constancia en un pequeño opúsculo (publicado por Anagrama) de la concentración comercial monográfica en las calles de la ciudad. A Tynan le chocaba que todas las zapaterías florecieran en el entorno de la calle Ruzafa o que en Músico Peydró abundasen los negocios de cestería.

Ningún folleto divulgativo ni vecino ilustrado le pudo explicar entonces que su asombro obedecía a una mentalidad heredada del pasado gremial de la ciudad. Frente a otros territorios más rurales y feudales, las ciudades mediterráneas medievales crearon «espacios de libertad para las actividades corporativas, el gremio y la orden religiosa» (Lewis Munford), circunstancias paradigmáticas en el caso de València, cuyo núcleo urbano se reconfigura a partir de los laberintos árabes en parroquias consagradas a los santos patrones de los diversos oficios, cuyos talleres estarán reagrupados en torno a las calles principales. Para los valencianos es una costumbre, pero tiene su singularidad que buena parte del callejero de la ciudad histórica esté dedicado a los oficios gremiales de una capital cuya monarquía medieval tuvo carácter federal y ciudadano.

El barrio de Velluters, la calle Cerrajeros o Tundidores, se llamaron así porque concentraron las pequeñas factorías de estos oficios y pertenecían a parroquias comunes bajo la advocación de un santo protector. Fue el resultado de una tradición y de un modo de comprender el mundo con sentido religioso y laboral. Cuestiones religiosas como las que también dieron lugar a las juderías, que se fueron expandiendo por todo Occidente a lo largo de los siglos como un factor que favorecía la industria artesanal, la medicina y, por supuesto, el negocio financiero.

En Oriente ocurrió de otro modo. El factor ‘judío’, creador de barrios étnicos tan singulares como diferenciados, fue cosa de los chinos, colonos y comerciantes en casi todas las costas del Pacífico, incluyendo las americanas, adonde llegaron como mano de obra barata para la construcción de los ferrocarriles. Afanosos y particularistas, los chinos se integran con dificultad, sobre todo lingüísticamente, y gustan de mantener sus rituales y costumbres, además de su cultura culinaria. Esa es la razón por la que surgen los ‘chinatowns’, primero en California y, después, en muchos otros lugares. Barrios que han terminado siendo un atractivo para el turismo folklórico.

Ahora, de modo artificioso, se pretende convertir en barrio chino de València la zona de la calle Pelayo, por el simple y circunstancial hecho de que allí se ha concentrado un número atípico de restaurantes dedicados al chop suey, una idea que aterra a los vecinos que todavía no son de origen asiático. El mismo territorio también ha acogido un sinnúmero de pensiones y hostales dada su cercanía a la estación, además de freidurías –tan del gusto del valenciano de los pueblos que visitaba la metrópoli- librerías de viejo y el mayor número de pubs musicales de la ciudad en los años 80. A nadie se le ocurrió tematizar el barrio, el mismo que, además, sostiene una de las más antiguas y laureadas agrupaciones falleras de València.

En suma, que lo de colocar dos arcos con ornatos chinos para celebrar la orientalización gastronómica –de dudosa calidad, por lo demás– de la calle, no deja de ser, además de inapropiada, una horterada, indigna de una ciudad que ostenta la capitalidad mundial del diseño. La iniciativa parece olvidar las últimas nociones urbanísticas, tendentes a no zonificar la ciudad y a evitar la saturación de locales allí donde también exista un considerable número de residentes.

No sabemos a qué razones o ignorancias responden estos intentos de afeamiento de la ciudad, inundada recientemente por papeleras amarillas y chillonas, ocupada por nuevos artilugios azul eléctrico de Correos que ya no son buzones y cuyo mal ejemplo pudiera dar pie a más sofocos urbanos por parte de Amazon, Deliveroo y demás empresas de paquetería rápida.

Más valdría, en cambio, tratar de embellecer los arrabales de la ciudad, en especial los que coinciden con las entradas y salidas, pues éstos si son factores turísticos relevantes. Esta misma semana, mientras asistía a una vacunación popular en las campas de la nueva Fe, bajo una organización impecable que me llenó de orgullo valenciano y una señalización tan brillante como eficaz –obra del genial Daniel Nebot–, pude comprobar en qué estado lamentable de dispersión y suciedad se encuentran los lindes de la ciudad en la zona de San Luis. Capital mundial de los bordes convertidos en muladar.

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