Hace ahora veinticinco años, Toni Judt esbozó con sorprendente clarividencia el futuro de la política europea. Era 1996, apenas cinco años después de la implosión de la URSS y siete de la caída del Muro. En su ensayo —irónicamente titulado Europa: la Gran Ilusión— el historiador inglés rememoraba el crecimiento económico exponencial que siguió al nacimiento de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1950. En esos años llegó a Europa numerosa mano de obra inmigrante atraída por la perspectiva de un pleno empleo. El wirtschaftswunder, el milagro económico alemán, fue el ejemplo paradigmático. Todo se truncó, sin embargo, con la crisis energética y económica de principios de los setenta, cuando la ralentización del crecimiento se combinó con un desempleo y una inflación crecientes. Una mezcla explosiva que inauguró la crisis del Estado de Bienestar que todavía vivimos.

Aquella profunda recesión tuvo pronto consecuencias políticas: ya en los ochenta, «la mayoría de votantes de partidos convencionales no vio nada denigrante en expresar su acuerdo con las políticas que veinte años antes hubieran sido inaceptablemente próximas al fascismo». Judt se refería a la «cuestión inmigrante» y señalaba al Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen o al Partido de la Libertad del austríaco Jörg Haider. Veinticinco años después, el patógeno del odio ha infectado todos los sistemas políticos europeos. También al español, aunque fuera mucho más tarde, entre otras cosas porque la población inmigrante sólo empezó a ser significativa en España a principios del segundo milenio, cuando nuestra economía avanzaba a lomos de un capitalismo financiero que compensaba reducidos salarios con créditos masivos a interés excepcionalmente bajo: el combustible que alimentó la deflagración del 2008.

Así que el hecho de que la población inmigrante constituya una parte importante del enemigo interior que dice combatir la extrema derecha española no deja de estar en sintonía con lo que hacen sus correligionarios europeos. Al fin y al cabo, según Carl Schmitt, la esencia de lo político consiste en distinguir al amigo del enemigo. En definir adecuadamente el enemigo al que combatir. Pero a ese enemigo compartido, Vox ha sumado otro, esta vez no caracterizado por su color de piel o su religión o costumbres distintas. El otro enemigo interior de Vox es también español, sólo que un mal español: es el enemigo ideológico. Los comunistas y separatistas que ya conformaron el grueso del ejército enemigo en los años treinta del siglo pasado.

Con el enemigo interior no se debate ni se discute, al enemigo interior se le hostiga y hostiliza. Y eso es precisamente lo que están haciendo y harán los de Santiago Abascal en esta campaña electoral, en la que buscan visibilidad mediática teñida de victimismo a través del ruido escénico provocado por enfrentamientos que tanto recuerdan a aquellos tiempos oscuros de freikorps, milicias y otras expresiones faccionales de una política entendida sobre todo en términos partisanos. Vox no innova y ha convertido esta estrategia común en las derechas radicales europeas en una práctica habitual. La cosa les funcionó en Cataluña, donde consiguieron posicionarse como la formación más capacitada para enfrentarse, o al menos irritar considerablemente, al independentismo: logró 217.000 votos y la hegemonía del reducido espacio de la derecha catalana españolista.

Pero en Madrid, Vox tiene un problema de difícil solución, porque con Isabel Díaz Ayuso les ha surgido, si no una enemiga, sí una competidora formidable que se les ha avanzado en el uso de artillería retórica cebada con munición de grueso calibre que no distingue matices, tonalidades o gradaciones en la contienda electoral. Si en las elecciones catalanas la mayoría de los nuevos votos de Vox provenían de las filas populares —un 65 %, confirmando un patrón que arrancó en las autonómicas andaluzas de 2018—, en la Comunidad de Madrid todo parece indicar lo contrario: el 44,3 % del votante de Vox apostaría ahora por Ayuso, mientras que sólo un 3,4 % variaría su voto en sentido contrario, según revela la última encuesta preelectoral del CIS del mes de abril. Y este dato preocupa y mucho a los de Abascal porque tiene pocas posibilidades de cambiar, ya que 6 de cada 10 votantes del espacio de la derecha aseguran que se mantendrán fieles al voto ya decidido antes de la campaña.

Precisamente por eso, para intentar darle la vuelta a ese reparto inicial de votantes que dibujan las encuestas previas, Vox está apostando por alzar la voz y aumentar el nivel de ruido ambiente, buscando ampliar su base electoral en feudos tradicionales de la izquierda, como Vallecas, en los que juega la carta de una seguridad aparentemente amenazada por menas e inmigrantes de toda laya, porque posicionarse como fiera defensora de una prosperidad económica que las fuerzas coaligadas del socialcomunismo ponen supuestamente en peligro ya lo hace Ayuso. La nueva heroína de la derecha a la que, según asegura el CIS, el votante de Vox valora mejor (7,9 puntos) que a su propia líder, Rocío Monasterio (7,4). Así que prepárense para una campaña electoral especialmente estridente llena de fuego verbal a discreción, maximalismos retóricos, graves descalificaciones y golpes de efecto electoralista. Una campaña con mucha consigna grandilocuente y poca propuesta concreta, porque importará más la identificación emocional o ideológica con el líder que la gestión que haya hecho de la pandemia o las promesas que pueda hacer.