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myriam albeniz

Los eufemismos como escapatoria

Hay que reconocer nuestra verdadera maestría en el autoengaño y, para ganar esta batalla, los eufemismos se revelan como nuestros mejores aliados

Desde hace ya lustros me asalta la sensación de padecer una enfermedad crónica que, desgraciadamente, aqueja a toda la ciudadanía: la pretensión de que la ficción supere a la realidad. Vano intento, si tenemos en cuenta que la realidad es extremadamente tozuda y, cuando se decide a hacer acto de presencia, no nos deja más salida que la rendición. Cada vez me conmueve más esa capacidad infinita de los seres humanos para intentar huir de los problemas y tratar de evitar lo desagradable, necia carrera hacia un imposible para la que no nos duelen prendas. Para ello, el primer paso consiste en no llamar a las cosas por su nombre, como si así poseyéramos el don de su transformación y la facultad de convertirlas en lo que no son.

Hay que reconocer nuestra verdadera maestría en el autoengaño y, para ganar esta batalla, los eufemismos se revelan como nuestros mejores aliados. Se trata de términos menos ofensivos y más aceptables, llamados a sustituir a otros que, por el contrario, sugieren ideas negativas o provocan sentimientos poco gratos. Algunos pretenden, aunque con escaso éxito, resultar cómicos. Otros, directamente, nos desorientan, nos evaden o nos tornan inconscientes de una verdad cruda y amarga. En ocasiones, sustituyen a conceptos considerados tabúes o, cuando menos, molestos para determinados segmentos de la población. De ahí que disfruten de gran predicamento entre los hablantes del politiqués, ese idioma con el que tantos cargos públicos nos castigan a diario. En definitiva, se alzan como un incuestionable instrumento de manipulación del lenguaje para facilitar la aceptación generalizada de planteamientos que, expuestos de otro modo, resultarían reprobables.

Sobra decir que estas figuras retóricas cumplen su finalidad a la perfección y no hay ámbito que se les resista en su particular cruzada contra el lado oscuro de la fuerza. Nos mantienen en la firme decisión de marginar de nuestra existencia todo aquello que desentone con la idea de perfección comúnmente aceptada: la que se asocia a juventud, belleza, salud y riqueza. En nuestro mundo ficticio ya no existen viejos, sino personas entradas en años. Nadie se muere. Se limita a pasar a mejor vida. Además, nunca es por culpa de un cáncer, sino de una larga y penosa enfermedad. Los despidos son regulaciones de empleo y los inevitables insultos asociados, agresiones verbales. Quienes cometen un delito no dan con sus huesos en la cárcel. Permanecen en establecimientos penitenciarios donde no conviven con otros presos, sino con otros internos. Circunstancia similar sucede con la vejez, denominada ahora tercera edad, y cuyos representantes ya no ven discurrir sus días en geriátricos, sino en residencias. Los suicidas han pasado a ser difuntos por voluntad propia. Ya no existen prostitutas, sino profesionales del sexo. Tampoco suegras, sino madres políticas. Ni negros, sino hombres de color, aunque ese color sea el negro. Las guerras son intervenciones militares, los terroristas, activistas y la tortura, un método de persuasión. Las víctimas civiles de cualquier carnicería se reducen a meros daños colaterales por obra y gracia de las estadísticas de los ministerios de Defensa. Las mujeres gruesas son señoras entradas en carnes y jamás van al retrete, sino al servicio. Los alumnos que martirizan a sus profesores no son expulsados de clase, sino excluidos temporalmente de las aulas. Los telespectadores no reprueban la sobredosis de mediocridad de la programación de sobremesa, ni los radioyentes reniegan de los tertulianos incapaces de debatir sin vociferar. En todo caso, padecen alteraciones de la percepción. Y las brutales crisis que cíclicamente nos atenazan, no son sino el enésimo período de crecimiento negativo de la economía.

Tal vez un proyecto llamado al éxito sería la elaboración de un diccionario Ficción-Realidad/ Realidad-Ficción, una suerte de herramienta definitiva para recordarnos que el culo se ha transmutado en glúteos y la basura en residuos sólidos urbanos. Qué menos que prestarle digno acomodo a esta lista de vocablos que llega ya hasta el infinito.  

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