La democracia debería abrir espacios a la experimentación. Debería hacerlo en el seno de sus instituciones, pero también en todos los órdenes de la vida: en el trabajo, la amistad, el ocio o la familia. Si algo ha revelado el reciente éxito de la película danesa Druk (Otra ronda), de Thomas Vinterberg, nominada a los Óscar en dos categorías, es que sin un mínimo de experimentación la vida se cuela entre los dedos, pierde valor y se disipa. Por el contrario, en cuanto nos convertimos en científicos o artistas de nuestras vidas, hallamos un nuevo propósito y una nueva alegría. En la película, la experimentación redentora que salva a los protagonistas —cuatro profesores de instituto— tiene que ver con el alcohol. La pregunta que se hacen es la siguiente: ¿qué sucede con nuestras relaciones y nuestro trabajo cuando logramos mantener de forma estable una tasa de alcohol en sangre de 0,05 %? Se ufanan por descubrirlo. En el proceso hay emoción, riesgo, experimentación, triunfos y fracasos, como ocurre con todo proyecto que uno emprende y desarrolla hasta el final. Pero creo que, a la postre, la película defiende que lo menos relevante es el motivo o la variable de la experimentación: el alcohol. Éste funciona como metáfora de la ineludible relación entre el placer y el dolor que implica estar vivos; su consumo permite a los protagonistas reconectar con la vida y con los bienes de su profesión. Pero hay otras formas de experimentar. Seguro que el siguiente proyecto en el que se embarquen no será tan peligroso.

El vínculo entre la democracia, la política y la experimentación es antiguo. Dewey, Popper, incluso Gandhi, hablaron de él. Hoy, sin embargo, nuestras democracias están sumidas en un estado paradójico. Si el neoliberalismo fue profundamente antidemocrático, esto se debió a que se presentó a sí mismo como un experimento social destinado a terminar con todos los experimentos futuros. No valían otras hipótesis, no había alternativa. La posibilidad de experimentar fue expropiada por los poderosos, junto con todo lo demás. Pues se necesitan recursos para experimentar; se necesita, además, libertad y seguridad. A su vez, el neoliberalismo entendió la experimentación de una sola manera: como inversión que daba ganancia, o no. No fue extraño, entonces, que en muchos lugares del mundo la gente aprovechara su pequeña agencia política —el voto— para revolverse y abrazar alternativas que adoptaron la forma del brexit, Salvini o Trump (las mal llamadas opciones populistas). Pero estas alternativas, lejos de dar libertad, poder y recursos para que la gente pudiese innovar y dar sentido a sus vidas, la mayoría de las veces se limitaron a reclamar obediencia ciega frente al caos que ellas mismas generaban. En muchos casos, vaciaron las instituciones en vez de democratizarlas. Ejercieron la experimentación sin universalizarla.

Hace algunas semanas, la ministra de Educación, Isabel Celaá, presidió un acto sobre las líneas maestras del nuevo currículum para los niveles de educación primara y secundaria. Puede consultarse en Youtube. Durante el acto, ni siquiera se buscaron nuevos conceptos para justificar esta modificación. Al menos se fue sincero: se habló del modelo de competencias, el mismo del que llevamos hablando treinta años. A estas alturas ya es un significante vacío. En realidad, ni siquiera la acertada decisión de reducir los contenidos del currículum tiene sentido por sí misma. Sólo hacia el final del acto se dijo una verdad: hay que reducir la extensión de los contenidos del currículum porque de otra manera es imposible que los centros educativos puedan ejercer su autonomía. ¿Autonomía para qué?, se preguntará el lector. Para experimentar, precisamente. Mediante las sucesivas leyes educativas, gobiernos de izquierda y derecha no han hecho otra cosa que monopolizar la experimentación desde arriba, ciñéndola al instrumento legislativo. El problema es que leyes de cien páginas dejan poco espacio para que experimenten aquellos que han de implementarlas. Con contenidos teóricos que ocupan treinta temas, ¿qué estrategia, qué taller, qué proyecto podemos imaginar en nuestras aulas? Si la ministra Celaá quiere cambiar la educación de este país, debería asegurarse de que los profesores dispongan de los recursos materiales, inmateriales y humanos, el poder, la seguridad, la libertad y la autonomía para imaginar y experimentar con el currículum en sus centros de trabajo. Para que, a través de la educación que damos, podamos dar también sentido a nuestras vidas —y a las de nuestros estudiantes, de paso. A diferencia de los cuatro profesores de Druk, quizá entonces no tengamos que entregarnos con afán a la bebida.