El espectáculo que hemos vivido del debate a seis en televisión para las elecciones madrileñas es todo un poema. Un canto a la mediocridad que hace bueno el pensamiento nietzscheano de que en la democracia no tienen por qué gobernarnos los mejores, los “aristoi”, sino más bien aquellos que destacan públicamente, quizá sin merecerlo demasiado, y además por su vulgaridad. Parece, por el tono de los discursos, bastante lejos de Cicerón, que sólo aspiren al voto arrabalero, el de personas que votan meramente por lo que les pidan sus tripas, no el corazón o la cabeza, y sin necesidad de demasiada digestión, porque nos hemos cenado con una cantidad de falacias “ad hominem”, sofismas, insultos y ataques personales que convierten la abstención en una forma de voto digno. Uno va a tener cosas mejor que hacer el día de las elecciones que malgastar su tiempo en molestarse para ir a votar, como siempre, al menos malo. El problema básico, debe insistirse, no es tanto técnico como personal; no se trata de cuántos minutos hable cada uno, sino de cómo los aproveche. En clase hago debates con mis alumnos que tienen más altura y están mejor preparados; desde luego, yo no permito la falta de respeto hacia el contrario, ni que alguien se presente con un montón de cifras para echárselas en cara al otro sin ofrecer después ni una propuesta. Tienen más nivel, en serio.

La democracia surge en Atenas de la mano de la filosofía, en torno al siglo de Pericles. Una y otra van de la mano. Entre los factores que mejor lo explican, dicen los especialistas, uno de ellos es el de su escenario social; las grandes urbes griegas albergaban “ágoras” donde el ciudadano libre podía exponer, y tenía que argumentarla, su postura y posición sobre cualquier tema que atañía a lo público. Se participaba dignamente. Aquel que no estaba a la altura simplemente no era votado; y reconocía en público también su fracaso. En nuestra España actual nadie espera, tristemente, a estas alturas, que en televisión salgan a debate Ortega y Gasset, Manuel Azaña, Séneca o Miguel de Unamuno, pero sí que se disimulen un poco, por favor, siquiera por estar en horario infantil. Es que los docentes lo tenemos muy difícil. Y nuestro escenario es inmejorable. Esto es lo curioso. Resulta asombroso que tantos “coachings” y asesores políticos no caigan en la cuenta de que la técnica teatral es lo menos importante, lo artificioso; que no resulta tan relevante medir los tiempos con cronómetro, o los gestos faciales, como medir las palabras, el tono dialógico y las formas que merece, y necesitan, los ciudadanos. Si esto es la nueva política de última generación no merece la pena.

Max Weber, en su célebre “El político y el científico”, profetizaba que una de las grandes realidades de nuestro tiempo vendría de la profesionalización de ambas ocupaciones ¿Le faltaba razón? En la Grecia clásica se podían implicar en lo público aquellos ciudadanos que se hallaban, por su estatus social, liberados de tener que trabajar, lo mismo que la filosofía, se afirma, es “hija del ocio”. El problema de nuestro tiempo, orteguianamente, podríamos sospechar, es que no se halle bien delimitada la deontología profesional de esta primera ocupación que nos preocupa, la de tantos “profesionales” de la política. Habrá que darle una vuelta al tema. Es urgente repensar la ética profesional de nuestros políticos, tratan directamente con personas, no sólo con problemas, y deciden. Nuestro presente y futuro está en manos de quienes deberían ser los primeros en dar ejemplo.