La medida de consultar a la ciudadanía sobre las necesidades de una urbe o de un determinado sector, no puede ser, sino plausible, porque contribuye a recabar información desde la propia arena a través de aportaciones implicadas en el vivir de cada día. Sin embargo, a mi juicio, no hay nada que pueda tomarse en cuenta, que no afecte en variable medida a los demás.

De un lado, a aquellos habitantes del entorno que discrepen, a los que también habría que tener presente en el momento de decidir, con independencia de la coyuntura en la que se manifiesten y del modo en el que lo hagan, porque en democracia la participación va más allá del plebiscito, como aportación de la ciudadanía en cualquier momento en el que estime oportuno  expresar su voluntad. Así se ejerce a través de manifestaciones, huelgas, o declaraciones de apoyo signadas por colectivos, capaces de alcanzar la atención de organismos -incluso supranacionales-, si se aprecia que sus peticiones están fundamentadas e incluidas en el marco de la ley.  De hecho, la propia consulta urbana realizada al margen de un programa electoral –aunque en su redacción fuese incluida como propuesta genérica-, no deja de ser una demostración de la importancia de una intervención participada, habida cuenta, de que a la velocidad en la que se desarrollan los acontecimientos actuales, cabe prever situaciones impensables e importantes, entre periodos de los comicios reglados.

El segundo aspecto –apuntado- que considero remarcable, es la afección que una determinada actuación puntual puede tener sobre la totalidad del conjunto urbano. En este punto habrá que considerar si existe, o no, un cierto impacto, y, de ser así, valorar su magnitud y extensión en toda su variedad de matices, incluidos los funcionales, pero asimismo, los imaginarios. No parece incontestable que, de apreciarse un desencanto o un disgusto, una consulta a la que han respondido menos de cuatrocientas personas (más allá de servir de elemento respetable para la valoración de los gestores públicos en el ámbito concreto), pueda inferir de un modo explícito en una población de ochocientas mil.         

Una ciudad europea (intervenida a través de una larga evolución histórica), ha ido seleccionando a través de generaciones sucesivas, aquellos elementos que quiere conservar. Es bien cierto que unas veces se ha acertado y otras, no. Pero incluso en las peores circunstancias, el análisis de las motivaciones puede hacernos entender el error aunque, desde otra perspectiva, pueda parecer injustificable; lo que significa, que la conciencia colectiva se forja con idas y venidas, con aciertos y con traspiés, que hay que comprender y generalmente respetar; pero que, a modo de estratos críticos, van configurando el sedimento identitario, aquél que establece relaciones con el pasado, con el presente y con la diaria utopía de lo que puede venir. 

El lugar en la que se pretende insertar las puertas de Chinatown, fue un espacio inmediato al recinto amurallado, muy cerca de la Porta de Sant Vicent y del Monestir de Jerusalén (creado tras una bula de 1496, otorgada por el papa Borja Alejandro VI), perfectamente identificado en el mapa del padre Tosca de 1704, como un conjunto de huerta, incluso o inmediato, a ese cenobio. Cuando se procedió al derribo de la muralla medieval en 1865, se configuró como una barriada, cuyo mayor patrimonio era –precisamente- ser, ni más ni menos, que una entre las de la ciudad, como lo fueron secularmente las del conjunto histórico, con la singularidad de que, al tener en su día terrenos amplios y económicos, se pudieron construir, en su proximidad: una estación; y, en su interior: un trinquete, referencia popular inexcusable del deporte propio.  

Aunque el primer Chinatown («barrio chino»), fue el de San Francisco (llamado así desde 1840), los más conocidos son los de Nueva York y Londres. En España hubo una perversión de su naturaleza en la jerga popular, nominándose impropiamente así zonas de algunas ciudades, como en Barcelona (fragmentos del Raval), y en Valencia (calles en Velluters), sin que tuvieran connotaciones positivas. Triste ambiente que, en nuestra ciudad, quedó magistralmente reflejado por la cámara de Joaquín Collado, dejando testimonio de aquellas sombrías circunstancias, cuyos epígonos aún tristemente se conservan.

Si bien, lo que ahora se pretende determinar es un ámbito completamente distinto -supuestamente étnico, de origen oriental-, la realidad es que se trata de un proyecto anglosajón, porque fueron estos países los que lo crearon, y son sus modelos a los que se pretende imitar. Por tanto, no deja de parecer extraño, inserto en una toponimia urbana que –acertadamente, en paralelo- se pretende valencianizar.

Así, mientras la integración y armonización pacífica y ordenada debe ser un ejemplo a mostrar y, por supuesto, a seguir; convertir un ámbito urbano de origen popular, en un espacio (parque) temático, dotado de una simbología imponente que, delimita, define y determina; en vez de mostrarse como un ejemplo de tolerancia, se puede convertir a ojos ajenos, como en una muestra efectista, antigua y, además, copiada.

La última cuestión que en este punto deseo plantear, es recabar a las autoridades que tienen competencias, el concurso de los organismos asesores en materia de cultura. Sumar a un parecer, otros pareceres, abrirse a nuevas áreas de reflexión, no puede entenderse como una intemperancia, sino como un ámbito propio de la avenencia, de la humildad y de la apertura.