Dos amigos y una amiga perdidos en apenas tres meses: Toni, José Luis, Conxa. Arrancados por la pandemia o por enfermedades tan crueles como conocidas. En todos los casos, personas a las que la esperanza de vida no les presagiaba tan rápido adiós. Con su marcha, se reduce la lista de amigos y se acrecienta el espacio de la soledad. Más recuerdos sin interlocutor con el que compartirlos.

La amistad cava profundo en el espacio intangible de las querencias. Una amistad, la buena, la única reconocible como tal, que se distingue por ser el resultado de una elección. El azar nos sitúa ante múltiples personas. Un desfile de proximidades que decanta -ya sea en los estudios, en el trabajo, en la red de amistades preexistentes- una selección de seres humanos a los que revestimos de afecto, distinguiéndoles con el título de amigo o amiga. Mientras que la familia viene dada, la amistad se selecciona y, al hacerlo, identificamos coincidencias y admitimos discrepancias: no buscamos gemelos en los amigos, sino personas que complementen nuestro propio ser con sus palabras, sus opiniones, sus aficiones y el sedimento de una historia común que, con el tiempo, se extiende y abarca todo lo que de importante hemos logrado en la vida.

La amistad se cultiva. No en el sentido egoísta de acumular conocidos para disponer de facilidades e influencias, sino en otro, vital y generoso: la amistad cultivada es aquella que, partiendo de un núcleo básico, se extiende con el contacto y el recuerdo. El contacto de la relación personal que permite acumular nuevas vivencias; el de la exploración de los recuerdos, que posibilita elaborar una extensa relación de hechos compartidos. Retales del pasado y actualizaciones del presente que moldean un exclusivo nosotros.

La amistad es generosidad. No existen los favores, entendidos como pagarés que anticipan compensaciones futuras. Nada que ver con el hoy por mí y mañana por ti o con el intercambio de cromos que domina otro tipo de relaciones más próximas a las actividades mercantiles. El amigo, en lugar de favores, regala afectos. Si se hace algo por un amigo es por el placer de eliminarle preocupaciones, de ayudarle, de absorber y sentir como propia su necesidad o su urgencia. Una generosidad que lo admite casi todo excepto la traición, la ocultación, el engaño, el fingimiento: la cobardía de manifestar la verdad, creyendo que el otro será incapaz de comprenderla y, en su caso, de disculparla.

La amistad es compartir y discrepar. Los peros surgidos en las conversaciones las encauzan hacia la complementariedad, no hacia la aversión. Existe el acuerdo, aun cuando éste sea el reconocimiento de la existencia de un desacuerdo. La palabra continúa siendo puente, por más que las ideas expresadas basculen hacia lo que, en otros entornos, serían potenciales y peligrosos abismos. Ante las diferencias mutuas, la amistad se erige en una forma de aceptación plena del otro, sin exigencia alguna de pasaportes ideológicos o de otro tipo. Es la persona, como tal, la que se integra en el espacio de nuestras admisiones incondicionales.

La amistad es compartir y rememorar lo compartido cuando, tras largas ausencias, llega el reencuentro. El reloj y el alejamiento frenan la frecuencia de la coincidencia física, pero la memoria de la amistad permanece pronta a desplegarse cuando de nuevo es posible el abrazo mutuo. La amistad se alimenta, a partir de ese momento, de los sucesos pasados no convividos. Alegrías y pesares afloran en esa puesta al día. Cada amigo hace suyos los del otro, no como simples anécdotas, sino como una sucesión de sentimientos, maduros unos y en proceso de cicatrización los restantes.

La amistad es un hombro sobre el que llorar y una risa sincronizada por el mutuo conocimiento de lo que proporciona alegría y cosecha instantes felices. De alegrías y penas -mucho más las primeras que las segundas- he gozado, durante décadas con las amistades que, hace poco, se elevaron sobre la tierra que hasta entonces compartíamos. El destino les ha regateado la oportunidad de que sintiéramos, juntos, el transcurso del tiempo, de que descubriésemos, juntos, las satisfacciones pendientes, de que desvelásemos, juntos, las nuevas rutas trazadas por hijos y nietos.

Ley de vida, dirán unos. Ahora están en un feliz más allá, dirán otros. Pero comprender que existe lo inevitable no conduce a aceptarlo. Hay que digerir la rabia provocada por esa inaprensible injusticia que pulsó el botón del adiós antes de hora. Hay que reordenar el espacio de los sentimientos, notando que se ha reducido y asimilando que el nuevo vacío es el precio que paga la continuidad de nuestra existencia por vivir sin ellos. Duro momento el de la amistad mutilada.