Al igual que la pasión nos deslumbra y nos ciega la luz, y flotamos y flotamos en el mar del hedonismo -epicúreos nacemos y epicúreos morimos, salvo alguna notable excepción- los inventos también se nos dan, a nosaltres els valencians, que ni pintados. Hasta inventamos la muñeca Nancy y la gloriosa horchata, y dicen que la Coca-Cola y el papel de fumar, sólo por señalar algunos hitos del extenso catálogo patriótico. Los inventos políticos, sin embargo, siempre nos habían despreciado. O humillado. En esta última parcela éramos muy tradicionales: las formas organizativas de la representación y los movimientos políticos nos traían al pairo. Copiamos el nacionalismo, el regionalismo y el sucursalismo, el pastel democrático y las miserias dictatoriales, desatamos -desataron, yo no- una carnicería en la judería (València, siglo XIV) emulando las matanzas del momento y otra degollina en la guerra del francés (300 muertos en 1808 en València) cuando tocaba, viajamos a las Cortes de Cádiz siguiendo a otros prohombres y hasta las Germanías tuvieron su sinónimo en la meseta. Incluso imitamos el bandolerismo, que ya es imitar. Artistas, sí, pero para otras cosas. Así funcionábamos, bastante pasotas, hasta que llegó el bi(tri)partito. A partir de ahora nos copian los demás, y a mucha honra. (Cataluña tuvo uno, de tripartito, pero estaba entre el camarote de los hermanos Marx y esa película de Buñuel donde el personal hace sus necesidades en grupo y después come en solitario y a escondidas, de modo que pasó desapercibido como revelación fundacional o hallazgo político, que es a lo que vamos). El del Botànic, en cambio, es un bi(tri)partito soleado, como muy de arena fina, de bikini o de en pelotas. Muy mediterranée y a la vez muy Sein un Zeit. Afrancesado a lo Rabelais y alemán a lo Heidegger. Pero sobre todo es, en esta segunda legislatura, muy ininteligible como concepción gubernamental y también como ente superador de la mera administración de las cosas. ¿Qué sucede en estos dos últimos años? Pues que el Botànic es una cosa y su contraria a la vez. Materia y antimateria. Un despliegue dialéctico refractario. Si Heidegger hubiera vivido hoy, seguro que le hubiera dedicado al Botànic un grueso apartado en Ser y Tiempo, tal es el enigma. Una contracción de la realidad en contradicción permanente. (Estos días, con la polémica del puerto, unos a favor y otros en contra, se ve muy claramente, en la práctica, lo que digo).

A ver. Vamos al grano. El Botànic debería ser un gobierno pero son dos. Son dos en uno. Y, además, una presidencia. Tal dualidad, o trialidad, es insólita. Hasta el momento, en Occidente, los gobiernos variados se unían en una coalición: los mensajes convergían y la unidad estaba garantizada, al menos en su sustancia y concepto. El Botànic, gracias a Dios y al milagro de la originalidad, se aleja de este esquema. Al constituirse en dos gobiernos (o tres) en lugar de en uno, pero ser a la vez uno, se resiente la transversalidad pero no así la verticalidad (cada cual se comunica con la ciudadanía por su canal, que son las consellerias), aunque bien mirado esa ley tampoco es necesariamente correcta, porque en ocasiones sucede justo al revés de forma aleatoria. El gobierno del Botànic, además, es un gobierno antitético: la oposición es una de las arterias centrales del Consell, pues cada partido, aunque gobierne, es opositor del otro, que también gobierna, sin descontar que en el seno de cada organización existen también corrientes de oposición a menudo dispersas. Hay muchísimas oposiciones, por tanto, y por todos los lados y ángulos. Esta circunstancia dialéctica en ocasiones es diabólica, porque frena decisiones y ralentiza otras, pero también es muy positiva, porque asegura la discrepancia y la versatilidad frente a peligrosos monolitismos y dogmatismos fascistoides. Recordemos, por otra parte, que la vida es antagonismo. Y que lo es la democracia.

Es obvio, no nos engañemos, que el sistema es difícil de digerir y de entender. Dos gobiernos (o tres) han de gobernar y al mismo tiempo oponerse. Pero por eso, precisamente, el modelo ontológico ha sido un éxito total. Por primera vez en la historia, en lugar de importar formas políticas, las hemos exportado. A Madrid, además. Cuando decimos Madrid queremos decir el gobierno de España. La Comunidad de Madrid es un artificio que extrajeron de una chistera una serie de señores de muy dudosa reputación en el estudio de la historia de España y de las ideas políticas universales. Es un imposible físico y metafísico que Madrid sea capital y comunidad a la vez. Así sucede que no sabes si Ayuso es la alcaldesa de Madrid y Martínez Almeida de la Comunidad o al revés. Algún día se cambiarán los roles y ni nos enteraremos. (Ayuso, en vez de copiarnos a nosotros, como Sánchez, ha calcado la fórmula de Bannon: nacionalismo, más populismo -y victimismo- igual a consagración). Como decía, el gobierno de Pedro Sánchez ha plagiado el hallazgo valenciano aunque es obvio que le falta arte y colorido, voluptuosidad y, sobre todo, estar cerca del alma sorolliana. Es como si allí todo fuera muy unamuniano y sobrecogido por el sentimiento trágico. (Aquí somos más escépticos -Fuster-, más satíricos y burlones -Bernat i Baldoví- y más musicales -el maestro Serrano-: anda, los tres son de Sueca, qué casualidad, y cultivados en arroz). Unamuno, admirado por el senador De Lucas, vio la luz en Bilbao -si hubo ese día luz en Bilbao-, cantó a Salamanca - «Salamanca, académica palanca de mí visión de Castilla»- y apoyó el Alzamiento, que traía según él la cristiandad y el orden natural, e hizo un llamamiento a los intelectuales del mundo para que respaldaran a los militares. Naturalmente, los intelectuales del mundo pensaron que era un marciano, claro, pero es que don Miguel se equivocaba en todo, no hay que tenérselo en cuenta. O sea, que lo que venía a decir uno es que por fin, y al fin, desde que nos inauguró como pueblo Jaime I, hemos construido una categoría política única, una entidad reconocida y diferenciada, un modelo a imitar, aunque a veces sea muy difícil definir sus límites debido a la tensión de las fuerzas en pugna. Pero estamos ahí, a la vanguardia de lo que se estila hoy, que no son sino los gobiernos heterogéneos, de multiplicidades representativas, en permanente choque dialéctico, gobernando y oponiéndose a la vez. Justo será que nos reconozcan el descubrimiento. Y si no lo hacen, por algún extraño rencor, no hay que sufrir. Ya lo decía Dios Billy Wilder en sus memorias: «La película era buena. La aceptación por parte del público, pésima. Nos habíamos adelantado a nuestra época».