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Alberto Soldado

Ojo por ojo, diente por diente

Ese paso de salirse del redil para ser uno mismo es el definitivo en la escala de superar emociones y sólo grandes hombres de Estado han sido capaces de hacerlo

Anda la política española, y me temo que la de todo el mundo, muy entretenida con la polarización. Se ha puesto de moda la expresión, pues en cuestiones del léxico también atravesamos periodos en que una palabra acapara atenciones. Polarizar es caminar hacia los polos, es alejarse del centro. Pongamos por caso las líneas del globo terrestre que delimitan climas, flora, fauna y modos de vida: el ecuador, los trópicos, las zonas templadas y los polos, el norte y el sur, helados, inhabitables.

Las elecciones de Madrid son un perfecto ejemplo de ese caminar imparable hacia los extremos donde la convivencia se hace imposible. Allí vemos cómo los de Vox y Podemos se zurran de lo lindo y si pudieran se ilegalizarían sin piedad. Vemos al venerable hermano Gabilondo en terreno incómodo predicando y gesticulando contra los hermanos irrespetuosos, incrédulos en la convivencia. Sermonea Gabilondo a favor de los débiles y desprotegidos y lo hace con voz clerical y gestos educados en los seminarios, sin caer en la cuenta de que a menos altura intelectual, más crispación; a menos educación en la paciencia y el respeto, en el contenido de las palabras y gestos, más ganas de zurrarse la badana.

El pedagogo jesuita Manuel Segura es un especialista en lo que denominamos competencias sociales. Vivió diez años en la Chile de Allende y seis años en la del dictador Stroessner, de Paraguay. Sabe de lo que habla. Suele recordar en sus conferencias aquello que decía Machado de los españoles: de diez, uno piensa y nueve embisten. Para que haya más españoles que piensen habrá que educarlos en las escuelas y hacerlo desde posiciones que consigan que en cualquier debate elevado a discusión «todos seamos capaces de ponernos en el lugar del otro». No es fácil, desde luego. Hay políticos que decidieron hace tiempo encararse hacia los extremos, sin ser capaces de pensar que los sentimientos de unos pueden chocar con los de otros y que lo mejor es superar acciones, palabras y comportamientos que eviten enfrentamientos como los que estamos viendo en estas elecciones a Madrid, que pueden repetirse en unas próximas generales. Gabilondo muestra su formación humanística pero no puede evitar su voto de obediencia. Por eso invita a la izquierda más radical a sumarse al proyecto de impedir el poder a la malvada derecha.

Ese paso de salirse del redil para ser uno mismo es el definitivo en la escala de superar emociones y sólo grandes hombres de Estado han sido capaces de hacerlo. Con todas sus limitaciones hombre de Estado fue Adolfo Suárez, que renegó del falangismo para abrazar la democracia europea. También lo fue Felipe González, que proclamó su renuncia al marxismo como análisis de la realidad social para abrazar la socialdemocracia europea que respeta la libertad personal, la iniciativa privada y reserva al Estado el poder de la redistribución de los impuestos para el bien general. A González no se le ocurrió meterse con los sentimientos religiosos, por ejemplo. Ahora su figura aparece como una especie de traidor a los principios genuinos de la izquierda. Y en el mismo saco se mete a Alfonso Guerra, que en sus tiempos era el azote de las derechas.

Reconozcamos que los tiempos no han cambiado a mejor, que después de subir los grados de sabiduría en la convivencia emocional nos despeñamos hacia los grados infantiles de ojo por ojo, diente por diente. Volvemos al Antiguo Testamento de la venganza y renegamos del Nuevo Testamento del perdón.

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