El bullicio de gente en busca de libros en calles y plazas el pasado Sant Jordi demuestra la saludable pervivencia de la literatura en nuestras vidas. En esta fiesta de libros y rosas originaria de Cataluña, que poco a poco se va extendiendo por todo el país, miles de personas han querido dejar atrás una época de desolación y pesadumbre. En esta línea no deja de ser curioso que hayan aumentado los índices de lectura durante la maldita pandemia. Aunque, si bien se mira, la literatura actúa siempre como una sanadora de espíritus en una sabia mezcla de aprendizaje, entretenimiento e información. A propósito de ese carácter curativo de novelas, poesías o historias resulta muy estimulante que un ensayo sobre la evolución de los libros en el mundo antiguo se haya convertido sorprendentemente en un éxito de crítica y público. Así pues, la filóloga Irene Vallejo ha logrado demostrar con El infinito en un junco (Siruela), en un estilo ameno y nada pedante, la vigencia del amor por los libros. No me resisto a citar un párrafo de su prólogo que resume toda una filosofía, muy aplicable además en nuestro convulso presente: “El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor”.

Ahora bien, los libros siempre necesitaron de intermediarios para llegar al destino de sus lectores. A través de los siglos escribas, mecenas, copistas o burgueses ilustrados fueron abriendo el camino a los libreros de carne y hueso, ese imprescindible puente de la cadena del libro, mucho más enriquecedor que las gigantescas e impersonales plataformas de distribución. Y los buenos aficionados a la literatura lo han sabido reconocer no sólo en esta alegre fiesta de Sant Jordi, sino en los terribles meses de la pandemia cuando multitud de librerías de barrio sobrevivieron gracias a la fidelidad de sus clientes, convertidos en amigos y cómplices. No conviene olvidar que el mundo del libro se asienta sobre dos pilares llamados cultura e industria que no deberían ser antagónicos, sino complementarios. Por ello una librería no se limita a ser un puro negocio, sino que sus dueños y empleados ejercen también de orientadores, de consejeros y hasta de confesores laicos. No obstante, el sector ha ido comprendiendo en los últimos años que debe ampliar sus objetivos si pretende resistir en un despiadado mundo capitalista donde las tecnológicas imponen sus pautas. De esta convicción ha ido avanzando la idea de convertir las librerías en centros culturales, en lugares de encuentro, en foco de actividades de pueblos y barriadas, en cafés literarios, en espacios para tertulias. Hoy, los renovados comercios del libro de Valencia poco recuerdan ya aquella estrecha trastienda llena de títulos prohibidos del inolvidable Paco Dávila cerca del Ayuntamiento. Por supuesto que las fachadas, las mesas de novedades y los escaparates se han modernizado. Pero detrás de los mostradores suele latir el mismo espíritu de amor por los libros de unos profesionales esenciales.