El lenguaje no es neutro, por ello conviene reflexionar sobre cómo se utiliza. En ámbito judicial, sanitario o de servicios sociales se recurre a ciertas expresiones como la de llamar «expediente» a un caso que incluye personas. Esto tiene que ver con la función normalizadora de la administración pública que aplica normas y procedimientos a situaciones que estandariza o coloca en una casilla, como la de mena, menores no acompañados.

Pero una situación bastante diferente es utilizar intencionadamente categorías abstractas como medio político para referirse a personas portadoras de derechos con el fin de quitarles personalidad y humanidad. Es un uso totalizador, que no les deja escapatoria, les inviste, acapara todo su ser. No importa quiénes sean ni cómo sean cada uno de estos niños, niñas y adolescentes, porque igual que todos y todas, ellos y ellas, cada uno, tienen una historia particular. Lo mismo sucede al ofrecer datos que pasan por un tamiz para retorcer la realidad. Así se produce una operación ideológica que establece una clara separación entre un «nosotros» y «los otros», los extraños, lo cual es posible debido al desconocimiento de las circunstancias que viven estos niños, niñas y adolescentes por parte de la mayoría de la población.

No hay ningún interés por afrontar el nefasto problema de la violencia sexual que, no cabe duda, es una forma atroz de violencia de género, sino que lo que se busca es encontrar un chivo expiatorio, los mena, por ser un grupo vulnerable con bajísimo poder social para defenderse, que cargue con los males que produce nuestra sociedad. Un chivo expiatorio.

La deshumanización es un proceso que no es nuevo, tiene antecedentes y presentes. Ha sido y es una herramienta del fascismo para crear cortinas de humo que desvíen la atención de los problemas reales para realzar el orgullo por lo propio, siendo esto último, lo propio, también una construcción arbitraria. En este caso se convierte a criaturas y adolescentes en un eje del mal, de modo tal que sean una válvula de escapa frente a los problemas sociales de fondo, como la creciente desigualdad, sobre los cuales no se tienen propuestas ni interés por transformar.

Si algo caracteriza a la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial son los derechos humanos y la democracia. El discurso del odio focalizado en grupos vulnerables va en la dirección contraria, y por ello resulta anacrónico, además de injusto y triste.

La nacionalidad no es un atributo humano, es fruto de una serie de convenciones sociales, históricamente condicionadas. Según la Real Academia Española, un atributo se refiere a cada una de las cualidades o propiedades de un ser. Y resulta evidente que una persona no es más o menos humana si es de esta o aquella nacionalidad. La nacionalidad, a diferencia del lugar de nacimiento, es algo que se puede adquirir con el paso del tiempo (arraigo) o, inclusive en ciertos casos se puede perder o repudiar. Además, en nuestro caso la nacionalidad involucra de forma directa la vida y la historia personal y familiar de las y los españoles, por ser un país de emigración y de inmigración, pasada y presente con las nuevas emigraciones de jóvenes. Y también con la nacionalidad europea que plantea una convivencia intercultural con muchísima diversidad.

No es un tema menor. La circulación en la vía pública puede transformarse en un infierno para quienes se les reconoce extranjeros por sus rasgos físicos. En Estados Unidos resuenan estos días las palabras Black Lives Matter. Y frente a aquella realidad cabe señalar que la experiencia de acogida y de personas solidarias españolas es, con absoluta claridad, muy extensa. Por ello, las instituciones españolas y europeas no deberían tolerar el uso que se hace de la palabra mena para referirse a personas que, además, tienen derechos consagrados en la Convención Internacional del Niño, porque están en juego los fundamentos y los valores sobre los que se construye la solidaridad colectiva.