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Tonino Guitian

Catarsis y morcillas

El público y los artistas han de envejecer juntos porque después de un tiempo uno no reconocerá al otro

Todos nosotros recitamos un papel de memoria, y pocas veces somos nosotros. Basta un ataque de ira, un pequeño miedo, para enseñar el yo sobre el cual hemos puesto el disfraz y la peluca.

Uno no nace distinto. Lo hacen raro. La familia es el gran vivero de la excentricidad. Un padre necio no sabe divertir ni censurar. Nunca se trata de lo que les agrada al hijo, si no equilibrar al futuro adulto. Desea tebeos y le dan Oliver Twist. Si le gustara Dickens, le propondrían leer Harry Potter. El niño deja de leer, no porque esté en una edad difícil, sino porque los otros son complicados. Las estupideces que dice el hijo las aprende del padre. Los familiares obedientes descubren que, para recibir una porción mayor, es bueno entrenarse usando la incómoda moral del díscolo en su contra.

Convertido en distinto ante los demás, te acostumbras a ser un chalado para ti mismo. Y cuando empiezas a notar que no consigues hacerte entender, renuncias a explicarte para siempre. Rechazas las relaciones normales, te haces solitario y te abandonas. Es en ese momento en el que tienes que elegir: ser un verdadero loco que imprime sobre la realidad las tintas de sus extravagancias o imbuirte en la meticulosa convicción de que eres un visionario, un santo laico, de que tienes una vocación. Te libras de toda influencia pasajera. Conviertes tu personalidad en un personaje contrario a lo que más rechazas. Ante el espejo te dices con voz grave: eres un rey, eres un mendigo, eres una víctima, eres un criminal. Si te lo propusieras, podrías ser Teresa de Calcuta o un asesino perfecto.

Esa perfección en la que crees no es vista por los contemporáneos y eso te mata cada día. Pero posees la habilidad de volver a una época que quizás jamás haya existido. Unos años bastan para sentir la compensación de que no volverás a la vida que los demás te habían reservado. No eres tan joven, pero eres joven de otra manera. Tienes veinte corazones que te impiden poseer uno solo. Tu desnudez ya no tiene nada de erótico porque, en un teatro lleno de gente que ha venido a verte en chanclas y pantalón corto, necesitas vibrar en simetría con la belleza del mundo.

Un día no consigues pensar, tu voz no responde. Ni corticoides, ni pastillas ni terapia hacen efecto. Podrías disimular tus imperfecciones, pero el arte admite menos hipocresías que la ciencia. Y al entregarte a esa humilde humanidad común a todos los enfermos, te entran remordimientos, como si te hubieras amputado algo para exigir de tu naturaleza lo que la naturaleza niega.

Visitas los locales donde la gente que toma pastillas para dormir absorbe morcillas fritas, licor con café, luz de neón, gas butano. Escuchas las voces toscas de esos jóvenes modernos prematuramente deformados que se expresan sin gracia y te llamas a ti mismo estúpido y exaltado. Piensas que te has convertido en un monstruo. Que hubieras conseguido lo mismo si hubieras estudiado para una oposición con la misma disciplina. Que no hubieras tenido que exponerte a un examen diario por parte del público, donde una ausencia no te quita un día de vacaciones: derrumba toda tu carrera. Te das cuenta de que tu única riqueza son la voluntad y la imaginación porque, acostumbrado a levantarte como los zombis, nadie sabe tenderte una mano.

Y, sin darte cuenta, un día empiezas a restablecerte. Estás sanando. Estás prácticamente curado. Puedes volver a pensar y a hablar. Pero la vida es demasiado corta para empezar con lo mismo de siempre. Los que vuelven, vuelven pasados de moda. El público y los artistas han de envejecer juntos porque después de un tiempo uno no reconocerá al otro. Ni tú eres tú, ni ellos son ellos.

Nosotros no trabajamos únicamente para los críticos de las entradas con descuento, los que tienen nuestro fracaso ya preparado en sus libretas, sino también para la primera fila de butacas. No somos animales domésticos, es cierto que no encajamos en ningún sitio, pero hasta los jabones cuadrados hacen pompas redondas. Descubrimos una hebra que sobresale del entramado del traje de quien tenemos delante, y por muy viejos que estemos, somos indulgentes: sabemos que si estiramos de ella podemos dejarle completamente desnudo, como el mendigo que te mira a los ojos y te revela, como la luz resplandeciente de un único foco, las sombras de lo que realmente eres.

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