Estoy seguro de que el día en que se inventó el abrefácil fue sin duda un gran día para la humanidad. Un día tan importante y trascendental como el día D y el desembarco de las tropas aliadas en Normandía. O el día de la salida al mercado de las primeras pastillas efervescentes para limpiar las prótesis dentales, si nos atenemos a hechos históricos menos épicos. Sus creadores ponían fin a una larga historia de dedos mutilados, de dolorosas amputaciones domésticas, de cortes infernales intentando abrir un bote de aceitunas rellenas La Alcoyana. Yo fui uno de los millones de ciudadanos que saludamos con esperanza su hallazgo. La vida a partir de ahora sería sin duda más saludable y menos peligrosa a la hora de enfrentarte a una indomable lata de berberechos. El origen de este invento, el abrefácil, según leo, está asociado a las latas de cerveza y un tal Ernie Fraze, ciudadano norteamericano que tuvo la original idea de diseñar una anilla en la tapa de la lata como abridor. Por supuesto el invento fue mejorando con el paso del tiempo y después adoptado con éxito por otras bebidas tal como ha llegado hasta nuestros días. Hasta aquí la teoría. La práctica, por mi experiencia, se salda hasta este momento con una historia de frustraciones en cadena después de haber intentado inútilmente y sin fortuna, abrir un recipiente con la anilla o lengüeta milagrosa y comprobar como esta se rompía, se quedaba entre mis dedos o no cumplía con su misión asignada. El paso siguiente: lanzarme en plan kamikaze sobre la lata de sardinas en escabeche armado con un machete -también vale una sierra mecánica- y vengar mi honor doméstico ultrajado y el de todos los consumidores que creían ciegamente en los avances de la técnica y de la ciencia.

Soy de la opinión de que en esto del índice o ranking de lugares de accidentes domésticos la cocina es, sin duda, uno de los espacios más peligrosos después del estrecho de Ormuz en el Golfo Pérsico. La cocción de unos calamares a la romana puede acabar con tu cocina tan vistosa como la ciudad de Atlanta después del paso de las tropas del general Sherman en Lo que el viento se llevó. Estos días, en una de esas noches en que vagas con el mando a distancia arriba y abajo, volví a caer en los dominios de Tara, Scarlett O’Hara y compañía. No sé qué hubiera sido de la película con otra intérprete en el papel principal, pero sin duda Vivien Leigh sigue siendo su alma, corazón y vida ochenta años después del estreno de la película. En estas incursiones nocturnas con el mando a distancia y luchando contra el poderoso dios de los sueños y las tinieblas he ojeado, digo ojeado porque no he conseguido ir más allá de veinte minutos de película, Cleopatra, el sofisticado peplum de la Fox que a punto estuvo de acabar con la productora y salvándola de la ruina gracias a publicidad y a la infidelidad matrimonial de Elizabeth Taylor, que cayó rendida ante los encantos galeses de Richard Burton. Si el paso del tiempo ha dejado sus secuencias bélicas como estampas naif -un punto y aparte a la entrada de Taylor-Cleopatra en Roma- las escenas entre los principales protagonistas -Rex Harrison, Elizabeth Taylor y Richard Burton- siguen aguantando bajo su poderoso espíritu shakesperiano.

La inminente cita electoral en la Comunidad de Madrid también nos está dejando algunas memorables escenas dramáticas, aunque a la vista de algunos de sus participantes, la cosa se acerque más al sainete o a una zarzuela castiza que a la tragedia shakesperiana. Solo hay que ver a la candidata popular, Isabel Díaz Ayuso, o a Rocío Monasterio, de Vox, actuando como dos chulaponas de La revoltosa cuando les ponen un micrófono delante. A su lado, el candidato socialista, Ángel Gabilondo, parece más bien aquel profesor Higgins de la comedia musical My fair lady empeñado en hacer del mundo un lugar más ilustrado.

Mañana martes saldremos de dudas, si ha ganado el bando de las chulaponas o, por el contrario, el club de los profesores Higgins.