Me llegó un vídeo que me heló la sangre. Estamos acostumbrados en las redes sociales a ver imágenes y montajes de todo tipo. La mayoría los eliminamos porque son más de lo mismo. Pero cada cierto tiempo recibimos un mensaje visual que nos parte por la mitad, ya que rompe nuestros esquemas mentales de principio a fin. Nos saca de nuestra zona de confort y nos obliga a hacer algo que resulta cada vez más difícil: parar y fijarse en la realidad que nos rodea, nos toca e interpela, pero que, al mismo tiempo, obviamos. El gesto que siempre nos paraliza es la mirada porque, en ocasiones, nos traspasa el alma haciéndonos caer en la cuenta de dos certezas. La primera, la vulnerabilidad humana. Todos y cada uno de nosotros estamos a la intemperie, expuestos al dolor y al sufrimiento que tanto tememos como si del peor tabú se tratara, cayendo en la cuenta de que hay personas que nacen condenadas a un padecimiento perpetuo. La segunda, las poderosas raíces de la injusticia en nuestro mundo y es, precisamente, en esta obviedad donde se enmarca qué tipo de vida queremos desarrollar, en qué parte de la historia queremos jugar y de qué modo queremos estar presentes.

Estas dos certezas se me hicieron patentes como un jarro de agua fría cuando vi la mirada de Wilton. Las imágenes son desgarradoras. Wilton, niño nicaragüense de apenas 10 años, aparece deambulando solo, sin consuelo, con unas lágrimas que denotan hasta dónde puede llegar el despojamiento y la indefensión de las personas. Nos hiela el corazón hasta lo más profundo del alma. Sin embargo, cuando nos adentramos en su historia surge la pregunta: ¿cómo es posible? Se encontraba en la zona fronteriza entre México y EE UU. Su madre y él huyeron de Nicaragua porque su padre los maltrataba. Llegaron a México con el propósito de alcanzar la tierra del sueño americano. Con tal mala suerte que los raptaron en la frontera. Tras unos días de cautiverio, lo liberan a él en la misma frontera y es ahí donde lo encuentra una patrulla fronteriza estadounidense. Tal fue el revuelo de esta historia, tal ha sido el poder de esa mirada truncada de Wilton, que su historia se llegó a convertir, por horas, en la primera crisis migratoria que afrontaba la administración de Joe Biden.

¿Dónde nos posicionamos ante esa mirada? La respuesta no es fácil. Sólo he encontrado consuelo en unas líneas extraordinarias que S. Zweig escribe en el prólogo de Castellio contra Calvino: «Ninguna movilización de fuerzas morales se pierde del todo en el universo». En el tiempo de la intercomunicación tenemos que aprovechar todas las plataformas digitales para visualizar las diferentes aristas y manifestaciones del sufrimiento. No podemos escudarnos en que no sirven de nada nuestras acciones. Todo compromiso y respuesta por la justicia y la verdad tienen su eco en la conciencia de la humanidad. Silenciarlo es el primer paso hacia el olvido y la primera piedra para empezar nuestro viaje hacia la inhumanidad. Es fundamental, desde nuestro compromiso responsable y solidario, que demos voz a los sin voz, a aquellos que son despedazados sin defensa alguna. Hay que recordárselo a un mundo que, apostilla Zweig, «sólo ve en los monumentos de los vencedores, los que construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron al poder». Sólo vemos reflejadas las grandes empresas históricas, los éxitos y los fracasos que condujeron a las conquistas que cambiaron el rumbo de la historia.

En cambio, la mirada truncada de Wilton nos recuerda en este mundo pandémico, asustado y acomplejado por miedos y temores cada vez mayores, que la historia no ha terminado. Tenemos que escribirla todos y cada uno de nosotros. Falta decidir qué personaje queremos encarnar. En esa decisión tienen que presentarse unas prioridades que son innegociables, urgentes, para que cada vez nos encontremos menos miradas como la de Wilton que nos cuestionan con una pregunta profunda y sencilla: ¿hasta cuándo?