Cumples años y tus redes se inundan de escurridizos felicidades como chispas sobre la pantalla. En Navidad, esos christmas con renos y trineos, noels con barbas blancas o algún belén con una frase de corta y pega. Luego ese 31 de diciembre lleno de promesas y, nuevamente, una lluvia de feliz año y sus disparatadas variantes por compromiso, aunque son mucho más asombrosos esos fríos DEP tras la muerte de un ser querido, un mero trámite vacío de sentimientos en un momento demasiado sensible.

Son signos de una sociedad superficial, donde el que más y el que menos es capaz de entrar o salir sin saludar o despedirse, aunque luego se atrevan a enviarte una invitación para unirte a un grupo de Facebook. Sinceramente, muchas veces también nosotros podemos llegar a ser fuego fatuo y, detrás de esa pátina social de formalismos y apariencias, encontrarnos con tal vacío que puede hacerse hasta insoportable.

En esta sociedad tan bien comunicada como nunca en la historia de la humanidad, un hombre –o una mujer– puede cargarse a sus hijos y su vecino de escalera declarar que se lo veía un tipo normal, incluso hasta una buena persona, que jamás se lo hubiese imaginado. Nuestra sociedad a veces parece una costra políticamente correcta en la que cada dos horas y media alguien se suicida, según el Instituto Nacional de Estadística, muertes que duplican a los accidentes de tráfico y multiplican por diez a los homicidios.

Poco se comenta o se sabe de estas muertes. Es más, a veces se suele tratar entre susurros, como si fuese mejor olvidar o no mentar esa vergüenza. Existe un silencio hipócrita, como esa película de frivolidad que cubre las relaciones humanas en general. Sin embargo, ocultan una sociedad opulenta, hipermaterialista y cómoda, pero muy vacía de verdaderos sentidos.

Es evidente que aquellos que se quitan la vida sufren graves depresiones, pero en Europa no suele ser por lo económico. No olvidemos que las mecas del bienestar como los países nórdicos vienen arrastrando durante décadas récords de suicidios, más allá de que nosotros envidiemos su estilo de vida. Las depresiones surgen por falta de sentido vital, por la ausencia de identidad como seres humanos que se sienten en el mundo llamados a algo. Esto pasa desapercibido en medio del ruido, bajo esa costra de banalidades que parece chapapote.

En un tiempo en que la religiosidad se va diluyendo como un azucarillo, me pregunto qué llenará este espacio tan necesario para el ser humano. En medio de tantos sinsentidos, nuestra sociedad, más allá de cualquier institución religiosa, debería sentir la necesidad de impulsar la espiritualidad, imprescindible para la armonía del ser humano –más allá de que lo hayamos olvidado. Se trata de ese encuentro del ser humano con lo más profundo de su ser y, por supuesto, esto debería comenzar en la escuela y fuera de un debate ideológico. No hay necesidad de ponerle etiquetas, quizás simplemente llamarlo interioridad. Al fin y al cabo, se trata de llenar ese espacio que suele hincharse de esas estupideces que caben en un wasap.