Madrid. Puerta del Sol. Antigua Casa de Correos, hoy sede de la Presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid. Mediados de mayo de 1959. Cinco estudiantes universitarios valencianos, de entre 19 y 23 años de edad, miembros de la Agrupación Socialista Universitaria (ASU) de Valencia, están siendo interrogados por la Brigada Político Social. Mientras dura el interrogatorio permanecen incomunicados, encerrados en calabozos individuales. Son celdas subterráneas, pequeñas, sin puerta, cerradas con rejas, iluminadas desde el pasillo por una bombilla mortecina siempre encendida. Espacios húmedos y fríos a los que no llega ni luz, ni aire, ni sonido de fuera. Hay un estrecho banco de hormigón donde el detenido puede tumbarse. Mientras está en el calabozo ha sido privado de reloj, corbata y zapatos. No sabe si es de día o de noche. Pasadas las primeras horas comienza a oír unos debilísimos golpes rítmicos transmitidos por la masa del suelo. Son (lo sabrá luego) los del bastón del ciego apostado en la esquina del edificio, a pocos metros de la placa que marca el quilómetro cero de las carreteras de España. Golpea el suelo rítmicamente: «Vendo iguales para hoy». Cuando se oyen los golpes es de día. Cuando no se oyen es de noche.

Libertad

A los tres días, terminado su informe, la policía pone a los estudiantes a disposición del juzgado de Instrucción y los traslada a un gran calabozo colectivo, también subterráneo. El juzgado de instrucción es el Juzgado Militar Especial Nacional de Actividades Extremistas, un órgano de la justicia militar que se encuentra a cargo del coronel Enrique Eymar Fernández, un antiguo subdirector del Museo del Ejército, instalado en el Salón de Reinos del hoy derruido complejo palacial del Buen Retiro. Muy cerca del Museo del Prado y al lado del parque del Retiro. Goza de la confianza personal de Franco y lleva años dirigiendo el aparato represivo de la dictadura. Dicen que ha dejado pasar su turno al generalato para poder seguir dirigiéndolo en su grado de coronel. Se le atribuyen innumerables condenas a muerte. Tiene despacho propio en el edificio de la Antigua Casa de Correos, al lado mismo del quilómetro cero. Está muy ocupado y tarda cuatro días en requerir la presencia de los estudiantes valencianos y tomarles declaración, de uno en uno. Se muestra nervioso, impaciente. Lleva las uñas largas, descuidadas, y fuma sin cesar. El procedimiento es siempre el mismo. Coge el informe policial, se lo pasa al acusado y le pregunta si reconoce su firma y si está de acuerdo con lo que dice el papel. Uno de los estudiantes objeta diciendo que la declaración se le ha extraído bajo violencia. El coronel se pone muy serio y le mira a los ojos. «¿Está usted seguro? ¿Lo mantiene? Si es así, estos papeles carecen de validez y no me queda más remedio que ponerle de nuevo a disposición de la policía para que le practiquen un nuevo interrogatorio».

Tras los días de aislamiento, la gran celda común es un relajo. Hace menos frío. Hay jergones de paja y se puede dormir. El mismo día del traslado llega un nuevo detenido. Un estudiante de Derecho de Salamanca, también miembro de la ASU. Ha sido interrogado en Salamanca y ahora lo han trasladado a Madrid para que el coronel le tome declaración. Los valencianos no lo conocen más que vagamente, de nombre. El segundo día traen también a un pequeño grupo formado por tres campesinos andaluces. Madrid, tajamar de las Españas. Mañana pasarán por aquí catalanes, vascos, gallegos, canarios... quién sabe. A los andaluces se les acusa de pertenecer al Partido Comunista. Ellos lo niegan. Les han interrogado hace más de quince días y han sido severamente torturados. Han llegado en tren, a paso de hormiga, durmiendo un día en el cuartel de la Guardia Civil de un pueblo y el siguiente en el siguiente. Son familia: un tío y dos sobrinos. El más joven parece menor de edad. Se mantienen juntos, callados, sin dormir. Siguen bajo el shock de la tortura.

Los valencianos hablan, discuten. Cantan, por lo bajo, canciones de Atahualpa Yupanqui o de Georges Brassens. Tratan de reconstruir, de memoria, poemas de García Lorca o de Miguel Hernández. Dos de ellos hablan francés y han leído a Éluard. Poco a poco, a lo largo de los cuatro días, van cristalizando, en la memoria común, algunas estrofas de Liberté.

«En mis cuadernos de escuela/En mi pupitre y en los árboles/En la arena y en la nieve/Escribo tu nombre [...] En los campos y en el horizonte/En las alas de los pájaros/En el molino de sombras/Escribo tu nombre[...] En la lámpara que se enciende/En la lámpara que se apaga/En mis razones unidas/ Escribo tu nombre [...] En el vidrio y sus sorpresas/En la ternura de los labios/Más allá del silencio/Escribo tu nombre [...] En la ausencia del deseo/En la soledad desnuda/En las puertas de la muerte/Escribo tu nombre [...] Por el poder de una palabra/Vuelvo a comenzar mi vida/Nací para conocerte/Para nombrarte/Libertad.