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El polvo de Judea en cada poro de la piel

Sufro por Judá y Mesala; por la madre, la hermana y por todos los desgraciados del Valle de los Leprosos

Ben-Hur

Muchas veces en mi vida me he sentido que vivía fuera de mi época. Me interesaban cosas de ‘mayores’ (sobretodo sus conversaciones en tono bajo), los telediarios (donde descubrí que había un referéndum sobre algo llamado OTAN y una guerra en Libia) y las películas del antiguo Hollywood. De lo primero asumo toda mi responsabilidad como niña entrometida pero lo segundo es la herencia de incalculable valor que me deja mi padre, entusiasta de los péplums y del salvaje oeste de John Ford.

Cuesta encontrar gente que comparta contigo en estos tiempos esa emoción íntima cuando afirmas que Centauros del desierto te hace sufrir o que te hipnotiza la carrera de La Diligencia y el duelo en El Hombre que mató a Liberty Balance te ralentiza la respiración. Decirlo es como si fueras un poco ‘friki’. Pero somos muchos. Como yo. Y como mi amigo Voro Contreras.

Hace pocos días, en una de las innumerables cadenas de televisión volvieron a emitir mi clásico vital, esta vez en color y en los amplios territorios de la antigua Judea: Ben-hur. No sé exactamente qué edad tendría la primera vez que la vi pero me enamoré, y la intensidad y contundencia del flechazo fue tal que le hizo ganarse por mérito propio un espacio en mi propia historia personal. La he visto por las tardes, por la noches y alguna madrugada de mi época estudiantil. En català, en castellano y hasta en inglés (total, ya me la sé de memoria). Con familia y amigos. La banda sonora y el technicolor aceleran sentidos y palpitaciones y mis manos buscan ansiosas palomitas o pipas con las que distraerlas de un sistema nervioso expectante pese a saber, segundo a segundo, lo que va a pasar a continuación. Sufro por Judá y por Mesala también, por la hermana y la madre y todos los desgraciados del Valle de los Leprosos. Sufro en las galeras, mucho, y en la carrera de cuadrigas; cuando cae la teja y con el calvario de Jesús pero, qué quieren que les diga, pagaría una y otra vez por cada minuto de esas casi cuatro horas de emociones. Porque te hacen sentir vivo, porque al mismo tiempo eres pequeño, porque sueñas, y porque acabas con el polvo de Judea incrustado en cada poro de la piel. Y no sabes como llegó hasta ahí.

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