Nos dicen que la pantalla es causa de numerosos males. Y nos lo dicen a través de una pantalla, porque saben que impreso en un papel no nos llegará, o nos llegará poco. El mundo todo es pantalla, y en las pantallas hay un mundo, pero falso; un mundo pantallizado, cristalizado, iluminado, coloreado, artificioso y maquiavélico. Nos advierten de la miopía que produce la exposición a la pantalla, pero no de la miopía intelectual que también produce. Nos hablan de malas posturas, de vértebras atorzonadas, de lumbalgias, cifosis y tortícolis, pero no de obtusez mental, de zopenquismo, de atarugamiento y de subnormalidad entendida como estar por debajo de lo normal en sensibilidad, cultura y modales. La hipocresía de la pantalla es aconsejarnos, desde una pantalla, que miremos menos la pantalla; es referirse a la pantalla como un peligro evitable cuando se tiene la certeza de que las pantallas han venido para quedarse. Los bancos quitan empleados y ponen pantallas; las administraciones nos conducen hacia el trámite digital; en los colegios desaparecen los libros; el comercio vende por internet; las relaciones personales emigran a la virtualidad; y nos endilgan un reportaje sobre los peligros de la pantalla. Como si la pantalla fuese un mal vicio que conviene dejar. Nos cuentan que los grandes empresarios del pantallismo, los tiburones de Silicon Valley, prohiben la pantalla en la escuela de sus hijos; y luego nos ponen, como referentes de la innovación educativa, como epítomes de la modernidad y la eficacia docente, a los centros más pantallizados. Vamos camino del apantallamiento completo, del atontolinamiento radical, de la idiotez colectiva y, sobre todo, del voyeurismo absoluto, porque sin él no culminará nuestra milnovecientosochentaycuatrización, se nos quedará el encéfalo a medio cocer, la mente a medio dominar, el espíritu a medio encadenar, el ilotismo a medio estofar y la degradación, la degeneración, el envilecimiento y la humillación crudos. La pantalla nos destila, nos extrae la esencia —nos la malogra— y nos deja impersonales, insípidos, desactivados. Pura estopa desechable. La pantalla fabrica palmeros ideológicos, hinchas del sol que más calienta, esclavos del instinto, galeotes de la sensualidad, pobres diablejos que se han quedado espectros pudiendo ser humanos. He aquí el mal que se deriva de la pantalla, su riesgo más alarmante; pero nos distraen con reportajes audiovisuales que apuntan a la oftalmología y la fisioterapia. El pantallismo invade para siempre nuestra casa, nuestro coche, nuestra oficina, nuestro asueto y nuestro excusado, pero sólo nos avisan de sus perjuicios colaterales, de sus consecuencias menores; o sea, que si corregimos la postura y limitamos un poco nuestra pantallidad nos libramos. Al parecer, basta con enchufar la pantalla y dejar que nos lean —muestren, exhiban— el prospecto; que nos den hecho el pensamiento y diseñada la suspicacia, no vayamos a sospechar por libre, cada uno según su bagaje y su intuición. Porque una suspicacia individualizada sería improcesable, inclasificable, indomeñable. Así pues, la pantalla se mitifica o se denuesta exclusivamente desde la pantalla. Lo mandan los cánones de la ingeniería social y lo prescribe la ortodoxia propagandística. De modo que un artículo como éste, aparte de ineficaz, es altamente subversivo e irritantemente revolucionario. Una bomba de relojería. Un atrevimiento intolerable: criticar la pantallodependencia desde fuera de la pantalla, desde la vida real, desde la palabra escrita. La palabra en el papel y el diálogo en directo favorecerán —lo están favoreciendo ya— el nacimiento de comunidades inmunes al apantallamiento, aunque serán marginales. La sociedad no se desapantallará. No conseguirá usar las pantallas de forma sana y equilibrada, como herramientas útiles y necesarias. No sabrá distribuir su tiempo entre la pantalla y la vida, entre la espelunca cibernética y el prado luminoso, primaveral y tangible. Caerá en la trampa; desarrollará dependencia; se apantallarrará, que vale tanto como pantallizarse hasta la obsesión, la obcecación y la monomanía, como emborracharse de pantalla, enroscarse a la pantalla, enloquecer de pantalla y no vivir sino a través de la pantalla. Las juventudes vienen pantallófilas, pantalláticas y pantallófonas. Navegan con soltura en el universo espurio que les han preparado; e intentan, a golpe de porfía, sobreponerlo al mundo real. No lo conseguirán a menos que hagan descomunales renuncias. A la libertad, por ejemplo. Típico error de la bisoñez, de la petulancia imberbe, más disculpable —si disculpa tiene— que la neopantallarrancia, el pantallironio, el absurdo pantallorreo de las madureces abocadas al recuelo existencial de la vida pantallizada. Bochorno por bochorno, es más ridículo un vejestorio que sale de misa para descolgar el teléfono móvil —o que lo descuelga, ridículo supremo, en medio de la celebración— que un adolescente obnubilado, alelado, ido, con el paso vacilante y la mirada perdida —zombi a plena luz— en la fosforescencia intrascendente de la pantalla. Están todos enajenados, pero unos han caído más bajo que los otros, porque a los mayores podía suponérseles cierta elevación —lo cual no significa necesariamente que la tuvieran—. El caso es que nos hemos dejado sumir en el pantalloxismo, en el delirium pantallorum, en un transporte audiovisual permanente que nos desactiva la reflexión, la meditación y la crítica, y nos convierte poco a poco en muchedumbre anuente por ignorante. Han venido para quedarse, para freírnos la vista, la mollera y las cervicales. La vida entera dependerá en breve de las pantallas, y esto nos lo impondrán los mismos que nos previenen hoy contra ellas desde unos documentales pantallosísimos. En los libros de historia del siglo XXI habrá un epígrafe dedicado al cinismo de la pantalla.