La proliferación de imágenes que recibimos a diario por distintos medios de comunicación ha normalizado una visión sin mirada. Son imágenes que consumimos a diario desde la pantalla del televisor, del móvil o del ordenador y que contribuyen a la ficcionalidad de la realidad. Imágenes que, en esa misma dinámica de ceguera ante lo real, bloquean nuestra capacidad de reacción y de crítica. Pero de vez en cuando, por fortuna, esa tendencia se rompe. Ocurre casi siempre en el terreno del arte, cuando en actitud expectante comprendemos que todo cuanto miramos nos mira y nos interpela. Un claro ejemplo es la serie de fotografías que Wenceslao Rambla expone durante este mes de mayo en la sala Octubre de la Universitat Jaume I de Castelló con el título de Konzentrationslagen. Su temática, el horror de los campos de exterminio nazis, puede parecer ajeno a nuestro presente, pero no lo es si se recuerda el auge actual de los movimientos de extrema derecha y la facilidad, por no decir frivolidad, con la que últimamente se escucha que el fascismo fue el lado bueno de la historia.

Sin duda, el holocausto se inscribe en uno de los capítulos más trágicos de la historia del siglo XX. Un hecho que nos hace preguntarnos cómo es posible que el programa emancipatorio de la modernidad, nacido de la Ilustración y de la Revolución francesa, en vez de llevarnos a un estado verdaderamente humano nos haya conducido a esa nueva forma de incivilidad. Hubo, es cierto, otros crímenes contra la humanidad en el siglo pasado, pero lo característico de los campos de concentración nazis fue haber utilizado el control y el dominio de la técnica para eliminar al ser humano de manera masiva, acomodaticia, industrial y sistemática. De ahí que no esté de más rememorar el modo en el que allí murieron millones de personas. De ahí que tampoco sobre recordar lo pronto que la racionalidad científico-técnica se adaptó sin reparo alguno en masacrarlas, gasearlas y conducirlas a los hornos crematorios.

Este ejercicio de memoria histórica, bajo el formato de memoria fotográfica, es al que nos remite el artista cuando capta con su cámara los campos de Dachau y Sachsenhausen en Alemania y el de Mauthausen en Austria. La muestra da cuenta de cómo el arte puede estar comprometido social y éticamente sin perder un ápice de su autonomía estética. En sintonía con Theodor Adorno, que reconoció que lo fundamental del arte es su elemento expresivo, las fotografías expuestas reflejan con gran elocuencia artística los lugares y los espacios por donde discurrió el horror. Son imágenes que van en consonancia con lo que señaló George Didi-Huberman que, a tenor de una serie de fotografías realizadas en Auschwitz, defendió que éstas no representaban una falta de respeto a las víctimas sino una crónica visual del pasado a fin de que no se repita en el futuro.

Algo que conviene no olvidar y menos hoy cuando a nivel político se da cada vez mayor pábulo, sin pudor ni sonrojo alguno, a los discursos de odio. Una situación que me ha trasladado a cuando visité los campos de Auschwitz y Birkenau. Fue Dorota Korkozowicz, profesora en la universidad de Varsovia, quien facilitó mi visita e hizo que me acompañara una alumna suya cuya madre había nacido en uno de esos campos de concentración. Recorrer aquellos recintos en silencio y en compañía de una joven estudiante polaca, cuyo testimonio de aquella barbarie le tocaba tan de cerca, me impactó por partida doble, conmoviéndome el dolor de aquellos crímenes específicos de género (abortos forzados, esterilización y violaciones) que se cometieron allí y en otros campos de concentración exclusivamente para mujeres de los que no se ha hablado tanto como el de Ravensbrük.

En todo ello se condensa la banalidad del mal que describió Hannah Arendt cuando asistió al juicio del asesino Adolf Eichman por sus crímenes contra la humanidad. La filósofa mantuvo que aquel hombre que había llevado a la muerte a miles de personas no era un monstruo sino un ser vulgar y superficial, un simple padre de familia como tantos otros. Con ello quería decir que en él no había ningún tipo de profundidad porque no le había sido inculcada la simiente reflexiva de pararse a pensar por sus acciones. Y es esa inclinación a la autorreflexión, a ese pensar propio de la inteligencia humana en forma de diálogo interior, la gran ausente hoy. Una tarea que tendría que priorizar la educación y que convendría recordar para no cometer los errores del pasado.