Estos hombres no saben vivir. Eso nos decimos ante las primeras imágenes de «Otra ronda», el film de Thomas Vinterberg, el director que junto a Lars von Trier y otros fundó Dogma 95, el movimiento que pretendía devolver al cine su sencillez y su radicalidad artística. Pero pronto nos inquieta el pensamiento de que esos hombres que no saben vivir, ya seamos todos. La misma apatía y desgana, la desconexión entre mayores y jóvenes, el aburrimiento recíproco, la sensación de fracaso, la falta de horizonte, el mismo miedo.

Este punto de partida concede relevancia a la película y con ella tiene que ver su palmarés de premios. El cine danés es, desde Carl Theodor Dryer, una cima de la alta cultura europea, y sabe aprovechar de forma magistral su filosofía y su historial cultural. Los europeos nos hemos acostumbrado a ver a Madd Mikkelsen como parte de esta imponente tradición, que ha tenido continuidad en famosas series televisivas como Borgen o Algo en lo que creer. En todas ellas Dinamarca se ve con distancia crítica, pero al mismo tiempo con un alto sentido de la pertenencia. Como cualquier cultura nacional madura, el cine danés aborda problemas sociales y políticos de primera magnitud, en los que pretende intervenir con efectos educativos. Recordemos La Caza, la anterior película casi con el mismo equipo, en la que se aborda el espinoso asunto de una falsa denuncia de acoso sexual.

Cuando vemos esta película en el seno de una tradición autoconsciente, nos vemos obligados a preguntarnos qué problema general plantea este film. Pronto nos damos cuenta de que el asunto es más general que el hecho de que cuatro varones maduros no sepan vivir. Ellos representan con maestría la condición presente: todos carecemos de lo que podría llamarse «arte de vivir». Y la pregunta es si no será esa la causa de que una brecha de incomprensión y de distancia infinita se haya instalado entre las generaciones, amenazando con una fractura tal que, si nos descuidamos, impedirá que exista una sociedad, o que entre una generación y otra pueda surgir la solidaridad, un sentimiento común.

Ese problema se ha agravado, como los demás, con esta pandemia, que ha empedrado las relaciones entre jóvenes y maduros con reproches, culpas y sentimientos oscuros, que se han visto reflejados incluso en los procesos electorales. Muchos mayores no han dejado de ver a Díaz Ayuso como una parodia de aquella falsa María de la vieja Metrópolis, de Fritz Lang, arengando a la juventud a una libertad que a duras penas ocultaba su dimensión orgiástica. Frente a ella, los defensores de los servicios públicos parecíamos aburridos puritanos nórdicos. No es un azar que los entristecidos personajes de la película Otra ronda se dediquen a la educación y la sanidad, el eje de lo que queda del Estado de Bienestar, que en un país cohesionado y sólido, de una autoestima imperturbable como Dinamarca, todavía es mucho.

Eso se ve en la película, que por ello produce la más extraña sensación para el público español. Un sencillo funcionario público, que camina por el borde del precipicio existencial, vive en un apartamento con el que ningún tipo de clase media española podría soñar. Alexandre Kojeve dijo que el más distraído japonés cultivador de las tradiciones patrias hace que un lord inglés parezca un tabernario. Pues eso. A Dinamarca le gusta verse en Mikkelsen. A nosotros, en Torrente. Uno de estos tipos de la clase media danesa hace que nuestras clases altas nos parezcan unos malcriados. Esos anocheceres en medio de bosques, esos colores fríos y metálicos de los interiores confortables, esos paisajes en los que la nieve reverbera, harían las delicias de los privilegiados españoles. En la película se nos muestran los horizontes en los que las clases medias danesas se deprimen y que para el español medio sería motivo de una euforia incombustible.

¿Pero cuál es la razón de este estado de ánimo depresivo? Esa es la cuestión. «El problema no es que bebas», le dice su esposa a Martin. «Todo el mundo bebe aquí.» Lo que lleva a estos hombres a la tristeza es lo mismo que los lleva a beber, su incapacidad de exponer aquello que los hace desdichados. Esa introversión, que casi constituye un pudor metafísico, asume como una debilidad imperdonable cualquier confidencia acerca de los problemas personales. Estos hombres no saben vivir porque no tienen el arte de decir a otros que tienen un problema. Solo saben padecerlo. Ese es el motivo central de la película. Y eso les pesa en las tripas y los acaba hundiendo en una negra sima. Incluso su forma de entregarse a la bebida necesita una coartada. Lo que a nosotros podría parecernos un motivo banal en el film, hacer un experimento, comprobar una teoría científica, constituye la revelación de un carácter social: los buenos daneses no tienen problemas. Se los comen. Beben científicamente, no porque no puedan más.

Estos hombres no tienen arte de vivir, nos repetimos una y otra vez cuando vemos la incapacidad de controlar la situación. La escalada los domina. Pero han controlado la pulsión de tal manera, que no pueden presentársela como pulsión, sino como exigencia del experimento. Al final se revela lo inevitable. El alcohol no produce los problemas, pero hace que estos se revelen. El alcohol ha ido a buscarlos a su guarida y los ha sacado a la luz. Por supuesto, la vida pasados los cuarenta es difícil. Están demasiado cerca los sueños y todavía más las decepciones. ¿Qué puede hacer el arte de vivir frente a esto? ¿De qué se trata?

Aunque la película tiene al filósofo Sören Kierkegaard de patrono, en el fondo concede la última palabra a Nietzsche. El actor principal, que fue bailarín, produce ese pequeño milagro de la escena final, parecida al cuarto movimiento de la Séptima de Beethoven, un creciente dionisíaco que toma fuerza para culminar en ese vuelo ligero en el que Mikkelsen traza la figura de un ángel en el vacío. Sin las irrupciones dionisiacas no hay arte de vivir. Pero lo dionisíaco no es una celebración privada de amargados. Une la vida al aire libre, une las generaciones, une los tránsitos, quita el miedo y diluye los fracasos, porque se confía en que los que se unen en esa celebración de la vida, no se abandonarán en la dificultad. Los funcionarios y defensores de los servicios públicos también saben compartir la alegría de los jóvenes. El ritmo de lo dionisíaco y lo apolíneo, del exceso y el perdón, siempre ha sido la clave del arte de vivir. Y eso hace que queramos otra ronda.