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Juan Lagardera

no hagan olas

Juan Lagardera

Epicúreos valencianos

Para llegar a Elca hay que cruzar un antiguo infierno, las fábricas de ladrillos de Oliva, hoy enmudecidas y sin humos, pero con las chimeneas todavía enhiestas. Elca es un topónimo que apunta a origen árabe y que da nombre a la partida agraria situada al suroeste de Oliva. Sirve para identificar también un barranco en la misma zona y unas alquerías moriscas en tierras del interior, cerca de Salem. En el promontorio más alto y bonito de aquella partida construyó la familia Brines su casa pairal, un caserón nobiliario de aires coloniales rodeado de jardines y cultivos que vigila, como una atalaya, tanto los campos de naranjos de la propiedad como el paisaje a lontananza, el valle de Pego –donde a punto estuvo de ubicarse Eurodisney–, el morro del Segaria, el Montgó y, al fondo, el mar Mediterráneo.

El pasado miércoles estuvieron los reyes de España en la casa de los Brines, honrando al más grande de sus descendientes, el poeta, el lúcido escritor que ha hecho suya y universal la partida, confundida su propia casa en Elca, cuyo sonido resuena en toda la obra del autor. Una vez allí se puede dejar el vehículo en el parking que Brines ha dedicado a la memoria de Antonio Cabrera, otro gigante de las letras. Elca, la Elca de Brines es un santuario. Podría ser el Jardín que Epicuro creó en Atenas para disfrutar de su modo de entender la vida, rodeado de amigos y sensualidad, en busca de la armonía con la naturaleza, con las riquezas que ofrece la tierra, con un dejarse llevar hasta los umbrales de la existencia.

La geografía de Elca explica a Brines pero también nos explica a los valencianos. Consumidos por el autoodio, la rivalidad entre campanarios, atrincherados en miniestados urbanos, ni moros ni cristianos, ni castellanos ni catalanes del todo, tantas veces se nos olvidan, demasiadas veces, nuestras virtudes como pueblo. En Elca vemos el mar y la luz, la fortuna de haber nacido entre las Hespérides, con un campo que ofrece el cuerno de la abundancia a pesar de las sequías, lo que satisface a la vida y la hace llevadera y hasta feliz. Aquello que preconizaba Epicuro, precisamente, aceptar el devenir, complacerse con lo necesario, conseguir lo imprescindible pero aprender a no necesitar lo superfluo, fomentar el amor y la amistad, dejarse llevar por los interrogantes de la divinidad pero evitar el fanatismo de lo religioso.

Brines, en su obra, y en su conversación, en su trato humano y cercano, se ha comportado como un sabio clásico, lúcido y gozoso, pero también metafísico, irónico, tibiamente escéptico y, como Elca, elegante y sobrio a la vez que amante de lo excepcional y artístico. La cultura vital valenciana no ha podido emplear mejor su devenir que en dar a luz a un personaje de la calidad de Francisco Brines. Uno se siente orgulloso con ese pálpito, del mismo modo que un renano debe experimentarlo cada vez que escucha la sección de cuerda de Beethoven.

Los Brines llegaron a la Safor seguramente desde Mallorca, mientras que los Berlanga vinieron a Valencia, al hotel Londres, desde la venta de Contreras, la frontera de Cuenca. Fidel se quedó gestionando el hotel que da a la plaza del Ayuntamiento desde cuya terraza los amigos veían las mascletás y los castillos de fuegos artificiales. Un edificio en cubillo, racionalista, obra de Javier Goerlich y querido por muchos artistas cuando venían a la ciudad –Campano, Ian Wallace…– , que ha sido reinterpretado sin el adecuado talento.

Luis se fue a Madrid –y a París– para estudiar cine tras una juventud aventurera. A pesar de la atmósfera conservadora en la que creció, a Luis le pudo el hedonismo valenciano. Fue un espíritu abierto y socarrón. Y aunque en pleno centenario de su nacimiento, tiene su lógica que todo el cine español quiera rendirle homenaje y apropiarse de su legado, es Valencia la que tiene el deber moral de reivindicar la mirada satírica del cine berlanguiano más allá de una velada de los Goya. Aquí debería erigirse el museo a su memoria.

De nuevo reaparece el espíritu epicúreo, el saber vivir dejando vivir a los demás, el que dibuja el alma y el cine de Berlanga, de naturaleza valenciana por más que aderezada con el picante y la mala uva de Rafael Azcona. Solo aquí tendría sentido recuperar la colección de vello púbico que atesoró el cineasta, como solo en Elda se rinde culto al fetichismo por los zapatos de tacón con los que se recreaba Berlanga. Aquí se rodó su testamento, París-Tombuctú, tan maltratada por la crítica que no entendió el guiño erótico al mostrar los pechos de Concha Velasco ni el liberador autoanálisis que suponía la erección final de Michel Piccoli.

Ni Brines ni Berlanga cuentan con monolito ni busto escultórico alguno. No sé a que esperan nuestros regidores ni en qué piensan para reivindicar la figura de los grandes epicúreos valencianos, impenitentes, ambos, comedores de paella e hinchas del casi desaparecido Valencia Club de Fútbol.

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