Creo que sin que nadie se lo propusiera al principio, o tal vez sí, se ha producido entre nosotros un caso muy curioso de «experimento» social y no sé si jurídico (porque quiero pensar que aun esté vigente la Constitución). Pero al menos socialmente el estado de alarma se ha convertido en un referente que está en boca de todos y hasta se añora e invoca como si fuera la solución para la pandemia. No son las vacunas, es el estado de alarma.

¿Qué es el estado de alarma? Hace un año era una cosa y ahora es otra bien distinta; en realidad es lo contrario que era hace un año.

El estado de alarma siempre fue uno de los estados excepcionales que la Constitución reconoce en su art. 116 para situaciones extraordinarias, supuestos en que el derecho ordinario no es suficiente para subvenir a necesidades de reposición del equilibrio ya sea institucional o social o, simplemente, como en el caso del estado de alarma, para poder salir al paso de imprevistos producidos por un fenómeno generalmente natural (terremoto por ejemplo) o como ocurrió entre nosotros, una pandemia frente a la cual habían de adoptarse medidas y soluciones generalmente no previstas en el derecho ordinario.

Eso era. Y hasta tal punto era excepcional que la Constitución creyó que con 15 días prorrogables siempre que mediara el acuerdo previa deliberación del Congreso, era suficiente para salir del paso de lo más inesperado. Por ello en su momento me pronuncié por su inoportunidad a la vista de varias prórrogas a las que no se veía final. Pero hay más: de los tres estados constitucionalmente previstos este es el único en el que no cabía afectar derechos fundamentales, segunda razón por la que no solo me pareció siempre inapropiado sino que crei mucho más ajustado a las necesidades de la pandemia, la declaración del estado de excepción, tanto más que en este caso la intervención y acuerdo del Congreso era previo y obligado.

Pues bien, no acerté ni una, como tampoco quienes pensaron algo similar. En algo más de un año la Constitución ni se menciona ni importa mucho al parecer. El estado de alarma, tan limitadamente concebido en el tiempo y en sus efectos por la Constitución, se decide ahora por el presidente del Gobierno para meses. El estado de alarma, con el que no cabía limitar derechos, se ha convertido en símbolo de renuncia a todo: nos quedamos en casa, nos retiramos a lo que llaman toque de queda, no nos visitamos, en carretera se nos recuerda con carteles luminosos que estamos en alarma… todo lo que haga falta. Ya nadie lo discute y cuando llega el momento de su fin nos rebelamos, incluso la oposición y las Comunidades Autónomas. ¿Qué haremos sin el estado de alarma? ¿Qué será de nosotros?... Nos vemos abocados al abismo, ya no podemos defendernos de los irresponsables que supuestamente provocan contagios nocturnos.

Realmente esto me parece un experimento fabuloso, nada que ver con la ingeniería jurídica con la que en los 60-70 nos anunciaban un nuevo derecho con el que cambiar el mundo. Y creo que es fabuloso porque absolutamente toda la sociedad ha colaborado en el experimento. Alguien sonó la flauta por casualidad y solo unos pocos díscolos pensaron que no era la vía más adecuada. La inmensísima mayoría bastante tenía con el miedo y la prevención; se cumplía con obedecer que el gobierno, pobre, ya tenia bastante con sacarnos de esto y legislar para la ocasión.

Y parece que se comenzó con la sinfonía del Nuevo Mundo: yo siempre creí que tenemos un ordenamiento jurídico complejo pero bastante completo pero, como en el caso de la Constitución, absolutamente prescindible a lo que se ve. Todo ha de ser nuevo ahora, el lenguaje, las normalidades, etc. Hay que acabar con el nihil novum sub sole; ni el Eclesiastés pudo prever que Adán y Eva volverían a partir de cero en España.

Pero volvamos al ordenamiento: no se hico uso del mismo al principio de la pandemia (tal vez de haberse hecho uso se habría podido observar algún que otro aspecto necesitado de reforma u actualización). Pero ¿para qué? Si estamos en un momento histórico de adanismo donde nada previo existió, siquiera la historia mal que pese a los historiadores. Pues hagamos un estado de alarma «a modo mío», o mangas y capirotes, que da igual. Más de uno pensó que ya vendrían los jueces a poner los puntos sobre las íes.

¿Y dónde estamos ahora? Pues esperando aun a los jueces a los que se les ha endilgado una nueva función (nueva, también, todo nuevo y que no huela al ayer); pero estos, seguramente han optado por pensar que, aceptado el truco por toda la sociedad, estamos ante un mundo nuevo en el que no sabemos vivir sin estado de alarma, aunque tampoco pueden definirlo porque es algo tan personal y único que solo en el Olimpo se decide cada día sobre lo que haya de ser, o no ser.

Por cierto, a la oposición parece que le pasa lo mismo (aunque esto es peor porque hace un año sí habían leído la Constitución), pide la alarma con fervor y se enfada porque se ha dejado de jugar con la Constitución.

Es fabuloso, lo es.

Como experimento social, no cabe duda y como jurídico no sé si se habrá producido una mutación constitucional. En fin, que no se diga que el pueblo español es díscolo o que le preocupa volver a empezar. Todo es hoy, el ayer murió y mañana cuando nos levantemos solo hemos de mirar al Olimpo y que nos indique el camino, a nosotros y a los jueces. Es fácil, no hay que quejarse.