Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tonino

LA SECCIÓN

Tonino Guitian

¿Frío? ¡Pero si hace calor!

Cómo me has dicho que trajera una chaqueta con este sol?» No habla así una nórdica acostumbrada a la duración más corta del día. Es una amiga que lleva viviendo en València toda su vida. El sol no es una nueva plaga: en esta primavera templada, cuando se abre paso entre las nubes, calienta hasta que otra nube lo cubre, el aire se enfría de nuevo y conforme va llegando la noche, las mismas nubes impiden que el calor se irradie hacia el espacio. Los lamentos de mi familia lucense respecto al clima, siempre insoportable, dan fe de que los españoles no estamos acostumbrados al malestar. Y como cada uno sentimos los cambios de temperatura de forma diferente, sufrimos las injusticias del clima como algo personal.

¡Cuántos clientes llegan al día a la farmacia para pedir un remedio a cualquier molestia común con la esperanza de encontrar un alivio para un mal general que cree específico! Una visita al médico le hubiera abierto los ojos para dejar de fumar, de comer chocolate o abandonar la inhalación de cocaína, Pero los españoles no vamos al médico para que nos cure de algo que preferimos ignorar. Nuestros botiquines caseros rebosan de medicamentos que nos alivian la resaca o el ardor de estómago. Las arrugas, los michelines, nos alteran en un minuto, cuando el resto del año nos ponemos a tomar el sol, celebramos comidas por cualquier motivo o tomamos más bebidas excitantes y alcohol que agua simple. Lo hacemos porque tenemos la seguridad de que quien no comete excesos irracionales es tonto o está enfermo. Los excesos se curan con otros excesos: ejercicio implacable, abstinencia radical o un autoconvencimiento que a menudo deriva en dietas drásticas o en dramas de fe. El «con dos cojones» tiene más valor que las explicaciones: los cojones son los nuestros y las explicaciones las puede dar cualquiera. Y a un cualquiera nadie le va hacer caso.

Con tanta seguridad individual en común no nos puede extrañar que nuestros políticos crean estar tan preparados como cualquiera para cubrir puestos que en otros países están reservados a quien ha dedicado su vida a la administración pública o tiene la cultura suficiente para no hablar por encima del otro con el fin de evitar darle la razón. Si uno tiene chispa, salidas, ocurrencias y cae bien, no hay problema que sea malvado. Es que no le conoces a fondo. Al que conocen de sobra es ese pelmazo que no tiene personalidad y no brilla con las exageraciones y falsos sofismas contradictorios de los antihéroes.

Franco fue la última prueba de que, aquí, el mando de cuatro chusqueros te capacita perfectamente para gobernar un país, especialmente si individualizas tu rango con el sufijo «ísimo». Pero no es la única. El sublevado irracional, el seductor, la vampiresa cruel, el ladrón astuto, cualquiera que considere que los derechos ajenos están para ser violentados deja de ser un primo para adquirir un prestigio romántico. Y ojo con hablar públicamente para avisar de la presencia del inmoral, de la déspota, del liante: serás acusado de bocazas por los que presumen de tener defectos y encuentran esas actitudes normales para ganarse la vida. Pero ocultamos las buenas amistades para evitar dar que hablar a nuestras espaldas.

No hay que despreciar que entre nuestro elenco histórico de indisciplinados, rebeldes, Cides campeadores a sueldo y Guzmanes parricidas cueste encontrar a grandes organizadores de algo más grande que una feria. Hasta entre las filas de la izquierda los más temidos fueron los anarquistas, tan amantes del individualismo como Trump. No sabemos si nos faltan ideales o nos sobran, solo queremos hacer lo que nos venga en gana. Sólo sabemos que quien piensa distinto de nosotros es un bicho, a no ser que le conozcamos personalmente y podamos pedirle favores.

Haciendo la crónica social de esta ciudad, mi mayor tiempo invertido era buscar adjetivos que no levantaran suspicacias. Una vez dejé sin adjetivar a una periodista y pensé que podría tomarlo como un desprecio. Ante su nombre puse el calificativo de «mediática». Me escribió a través de Twitter algo que me asustó: «¡Ahora resulta que yo soy mediática!»Respondí con la definición del diccionario. Borró el comentario y aquí no ha pasado nada. Corregir es saludable, pero a nadie le gusta la enorme humillación de ser corregido en España. Por eso todos tenemos razón y nadie está de acuerdo.

Compartir el artículo

stats