Probablemente, todo lo dejaron dicho los griegos. O los griegos y los romanos dejaron dicho el 60 % para que, de forma solidaria, siglos más tarde, el otro 40 % lo rellenaran los Shakespeare, Proust, Dante, Montaigne y algún despistado más. Para saber de qué va la vida -es decir, de qué va la muerte- y abreviar el tiempo sin quedarse ciego ante tantas horas de lecturas también puede ver uno La diligencia, Sed de mal, La noche del cazador o, por ejemplo, Dersu Uzala, en el cine de Kurosawa los silencios son los que más hablan. Y alguna película más. Todo está escrito en un guion, captado en una imagen o reproducido en un papiro: las ignorancias, los temores, los anhelos, los odios, las contradicciones, las miserias, las vanidades, las venganzas, incluso las originalidades (y que siga la lista). De modo que cuando uno se acerca a Noruega (Rafa Lahuerta) o a Narcís o l’onanisme (Carles Fenollosa) lo que espera es un golpe de vida (aunque el golpe sea autodestructivo, desolador, un poco a lo Dylan Thomas, a lo Bukoswki, o, sí, vale, a lo Héctor Núñez, como en Noruega). Espera que, al comenzar a deslizarse por sus páginas, el libro recién nacido no sea ya lo suficientemente viejo como para morir en tus manos antes de despertar algún tipo de inquietud. Pues de eso nada. Noruega y Narcís o l’onanisme son dos epitafios asombrosos, las crónicas de una devastación existencial y urbana -la de sus personajes y la de València, unidos por el ombligo-, una suerte de elegía sobre una ciudad perdida y metamorfoseada hoy en un inmenso souvenir por donde discurren dos náufragos, Albert Sanchis y Narcís Almudever, que no hacen sino contener su desesperación inyectándose libros en vena a partir de una impugnación casi fisiológica contra la realidad inmediata. Ambos protagonistas son escritores frustrados, o como diría el filósofo, escritores en potencia, no en acto, que son dos formas de la sustancia, como todo el mundo sabe, aunque ahora con la multitud de youtubers, tuiteadores, instagramadores y demás, pues igual ya no quedan filósofos, ni actos ni potencias, ni sustancias, ni personal que estudie filosofía. No sé.

Un amigo mío, que lo ha leído todo (pero menos que Pere Gimferrer, que a los 25 años ya se había transfigurado en un libro y recitaba en sánscrito), todo menos Noruega, porque no le van las novelas de orines, putas y yonkis y tampoco ese sabor a podredumbre de la València antigua, ruinosa y miserable, dice que Narcís es nuestro Holden Caulfield particular y que la novela de Fenollosa es lo mejor que se ha escrito en el siglo XXI, en valenciano y por aquí. Yo creo que en todo caso sería un Holden crecidito, algo barbudo y de menos posibles, con muchas lecturas a las espaldas, tantas que considera Els treballs perduts, de Joan F. Mira, la cumbre de la novelística del siglo XX y XXI en este nuestro reino o país, seguida de Matèria de Bretanya. (El Jesús Oliver de Mira es un bibliotecario, muy al estilo Leopold Bloom, que intenta almacenar en un antiguo palacete de la plaza de Correo Viejo una biblioteca compilatoria de toda la sabiduría esencial del mundo, y parece evidente que el precursor de Narcís está en Oliver y el de Oliver está en Bloom, hasta en la forma de narrar, y tal vez Fenollosa y Mira nos estén subrayando con muchas fosforescencias que la literatura forma un círculo cerrado del que es mejor no salir nunca).

También Albert Sanchis, el personaje de Lahuerta en Noruega, le hace palmas a la novela de Mira, pero de otro modo, con más distancia, mucho más relajado, porque entiende que en ese Parnaso particular hay otros cielos, como el de Gràcies per la propina, de Ferran Torrent. Los jóvenes autores se deben a los mayores, y así va corriendo la lista, que es inexorable. (O dicho como el poeta: vendrán novelistas nuevos que aguardan entre las encrucijadas y solo su llegada, en nuestra medianoche, podrá salvarnos). En todo caso, la historia de Narcís -o la no historia- está narrada de forma fragmentaria, bajo un torrente de palabras vomitadas a ritmo cardíaco, como si a una música canónica le colocaras de vez en cuando acordes atonales y algún aullido. Fenollosa se come la puntuación, o muda las texturas, con la misma alegría con que Schönberg (digamos) se comía las armonías y refutaba a la venerada academia. El estilo es la obra. Si Narcís lo cuestiona todo, ¿por qué iba a dejar al margen la sintaxis? La exploración del personaje enlaza con la exploración narrativa.

Lahuerta, en cambio, hereda vértigos textuales más escolásticos (¿empezamos por los rusos?). Su protagonista, de carnes a veces metafísicas, también forma una simbiosis con la cadencia narrativa del autor, muy alejado de sacudidas estilísticas pero sobrecogido por un malditismo que presagia el aniquilamiento, el suyo y el de València, la València de los ochenta y noventa, y por supuesto la actual. (La actual, decimos de la antigua y señorial, es una València invadida, refractaria al paseante, cultivada para las masas y las tiendas de la globalización, que empuja al vecindario al éxodo de sus periferias reales y metafóricas). Y dado que no hay lenguaje sin engaño, no recuerdo quién formularía la sentencia, cada vez que se publica una novela que toma como escenario la ciudad de València el personal proclama de inmediato el mismo rollo: es la gran novela de València, no alcanza la altura de aquella otra, València tiene un gran déficit de novelas, o desde que Azorín publicó Valencia (sin acento) y Gil Albert literaturalizó sus calles, y Abelardo Muñoz editó Ciudad sumergida, y Alfons Cervera escribió La ciudad oscura, y Torrent y Mira ya se sabe, no se ha visto en València cosa igual, un monumento así como el de Lahuerta, cuando lo cierto, me parece a mí, es que la ciudad actúa aquí como una cartografía de la nostalgia, hurga en las voces de la memoria, porque lo que importa de verdad es el desafío del protagonista, o mejor la negación de ese desafío, su atonía esplendorosa. València solo es el teatro para que Sanchis, y Narcís, aspiren y expiren sus sueños y empeños por comprender la realidad, o por huir de ella, una vez comprendida, que viene a ser lo mismo. Aun así, en Narcís València está vista en gran angular. En Noruega, en microscopio. Uno parece un entomólogo, el otro un forense. Ambas novelas son apocalípticas -se dirigen a las cosas últimas, no al territorio- pero son muy saludables puesto que solo transmiten la figuración de la catástrofe, lo cual es muy de agradecer. (En el fondo, al igual que las fallas resurgen de las cenizas, en ambas novelas hay un hálito de redención. Lahuerta es del Valencia CF, ha sido fallero de pequeñito y solo le falta cocinar una paella los domingos en la horteta. Más de orden no podría ser. De Fenollosa no sé nada, pero va deconstruyendo la lógica como los grandes).