Nos gustan las cifras y además mucho si son redondas, entonces ya nos entusiasman. Celebrar los 10 años no es tan distinto a celebrar 11 desde que ocurrió algo merecedor del recuerdo, pero casi nadie hace uso de la segunda opción y mayoritariamente optamos por la primera. 

Vamos a ello. Diez años desde el 15M, dos lustros desde la ‘Spanish Revolution’. Todo un acontecimiento mediático que supuso el lanzamiento de una multitud a la calle. Una imagen impensable por imposible, la calle ocupada, espacios emblemáticos de algunas ciudades tomados por los ciudadanos como su domicilio provisional, para trasladar un mensaje de apropiación de las plazas y calles... ahora eran de la gente y en ellas se acampaba, se convivía, se discutía durante las 24 horas, día y noche, estaban despiertas esas islas de independencia y nadie pedía pasaporte para entrar a ese mundo de libertad. Además, coincidía con el buen tiempo, la primavera, que ha acompañado a muchas de las grandes revoluciones. Parecía que traía aires épicos de grandes cambios. Miles de personas se ilusionaron y creyeron que iba a ser posible, que las cosas se podían cambiar desde una asamblea en la que se pedía, sin saber muy bien a quién, que cambiaran aspectos relevantes de nuestra forma de organización y de convivencia. Hubo manifiestos, muchos; manifestaciones, muchas; foros abiertos, incontables. En definitiva, se habló de casi todo lo importante, solamente faltaba una cosa, identificar adecuadamente cómo llevar a cabo esa ‘revolución’, cómo pasar de las palabras a los hechos, de los manifiestos al Boletín Oficial del Estado, y ese es un olvido imperdonable. 

Una vez asumido que las grandes premisas que movieron a salir a la calle no se han conseguido, nos queda mirar hacia el fondo del recipiente por si se cambiaron algunas cosas de menor calado que se erigían en protagonistas durante todo el tiempo que estuvo viva esta movilización. 

Algunos vaticinaron que los partidos políticos, los sindicatos, por supuesto la banca, estaban fuera de tiempo, que ya no tenían recorrido. Tampoco estaba muy claro cuál era la alternativa para sustituir a cada uno, pero ya se lanzó la sentencia de muerte de todos ellos. La democracia parlamentaria era otra de las piezas a obtener, ya no servía, políticos acomodados en sus sillones que no representaban a nadie; ahí se avanzó algo más y se propuso la asamblea, el ágora espontaneo como la réplica de sustitución de las instituciones representativas que existían. Los jueces, la policía, la prensa, la universidad… en fin, podía ser interminable recordar todas aquellas organizaciones que evidencian, en su día a día, unas posibilidades de mejora muy evidentes.  

Pasado el tiempo, y salvo que nos esté ocurriendo como sucedía en la película ‘Los otros’ -que estaban muertos, pero no lo sabían- la realidad del momento no parece acompañar aquellas ansias de cambio universal de todo aquello que no gustaba. En este balance acelerado solamente faltaría saber si estamos mejor o peor que antes de que las calles se inundaran de utopía. La noticia mala posiblemente nos anuncie que, desde entonces, no hemos avanzado demasiado; la buena, es que tenemos mucha faena por delante y enormes posibilidades de cambiar nuestro entorno, y ahí ya comienza la evidencia y queda de lado la opinión o la arenga. El dilema es de fácil resolución: si queremos obtener respuestas reales, sólo es necesario comparar nuestra sociedad actual y comprobaremos cómo cualquier tiempo pasado, no fue mejor. Eso sí, posiblemente sea necesaria una mirada algo más elástica en el tiempo y reconoceremos, ahora sí, una auténtica revolución, que se produjo en el último tercio del pasado siglo: avances en derechos, libertades y calidad de vida que se consiguieron gracias al esfuerzo colectivo, sin alharacas, sin grandes titulares y curiosamente empujados por un principio que no aparecía en ninguno de los grandes planteamientos de la primavera revolucionaria: el consenso.