El Gobierno de Estados Unidos es implacable en la defensa de sus intereses en el mundo, sin importarle ser desleale con sus aliados. La época Trump, tan admirado por los conservadores españoles, ha sido nefasta para España, en lo comercial poniendo obstáculos a nuestras exportaciones y en lo estratégico declarando la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental sin la menor consideración a las resoluciones de las Naciones Unidas y a España, que sigue siendo responsable de dicho territorio tras el Acuerdo de Madrid de 1975. Esa deslealtad la practica EE UU con España, que es su socio en la OTAN y en cuyo territorio tiene instaladas bases militares desde los acuerdos firmados con la dictadura franquista en 1953, que se han ido renovando hasta nuestros días. Y no parece que nos vaya a ir mejor con Biden, como resulta de las declaraciones del jefe de la diplomacia norteamericana, Anthony Blinken, que en plena crisis creada por Marruecos el 17 de mayo pasado en su frontera con España y Europa atribuye a Marruecos «un papel clave para la estabilidad a la región». Lenguaje diplomático que hay que interpretar en el sentido de que renueva su apoyo a Marruecos en su conflicto que mantiene con España y con Europa a propósito del Sáhara.

No nos extraña la actitud de EE UU, «el gran defensor de la democracia en el mundo» que se alió con Franco, con Pinochet y con una lista interminable de dictadores que le fueron útiles para mantener su imperio en el pasado, y que sigue aliándose con dictadores en la medida en que le son útiles. Por eso el apoyo de Washington a Marruecos, a un Gobierno dictatorial, debe entenderse en la misma clave que preside la acción exterior estadounidense desde su creación a finales del siglo XVIII.

También a la Unión Europea le interesa que Marruecos sea una dictadura pro-occidental como freno al avance del islamismo radical, a eso que los norteamericanos de manera eufemística llaman «estabilidad de la región». Y, en particular, a España le interesa que Marruecos no caiga en las fauces del islamismo radical, convirtiéndose en una nueva Libia, pues su carácter fronterizo con España sería con toda probabilidad muy perjudicial para nuestros intereses de todo orden. El Gobierno de Marruecos conoce su posición estratégica en el Magreb y el apoyo de EE UU y abusa de la misma siempre que puede con actos como los que han tenido lugar hace unos días y seguirá haciéndolo, y seguirá recibiendo el apoyo estadounidense. Son deslealtades crónicas con las que España debe contar en su estrategia exterior.

Marruecos está regido por un régimen político dictatorial, con niveles de corrupción impresionantes, bajo un camuflaje de democracia de cartón que nos recuerda el régimen político franquista. Su reyezuelo extorsiona a todo aquel que quiere invertir en Marruecos y tiene desplazados a varios millones de marroquís en Europa a los que no puede dar trabajo, que gozan entre nosotros de todos los derechos que tienen los ciudadanos europeos, derechos de los que no disfrutan en su país de origen, en que existen niveles de pobreza insoportables, como acredita el reciente asalto de la frontera española y europea de Ceuta por miles de niños y jóvenes marroquís que han tenido la desgracia de nacer en Marruecos. El régimen político marroquí es despiadado, lo hemos visto estos días utilizando a los niños como punta de lanza en las escaramuzas en su frontera con Ceuta sin importarles poner en peligro sus vidas. Y hemos seguido viendo la violencia con la que la policía marroquí, tras el cambio de estrategia del Gobierno, trata a los jóvenes que persisten en su deseo de entrar en España para realizar su sueño de una vida mejor en derechos y en oportunidades.

Es bien sabido que el Gobierno de Marruecos tiene la piel muy fina. Lo hemos visto en su disputa con Alemania, por la sencilla razón de que el Gobierno alemán se haya posicionado conforme a las resoluciones de la ONU sobre la descolonización del Sáhara, o considera una agresión el acto humanitario de acoger en un hospital español al líder del Frente Polisario. Sin embargo, como suele suceder con la inmensa mayoría de las dictaduras, considera que sus muchos actos desleales o claramente contrarios al Derecho internacional deben ser asumidos sin respuesta por los agraviados; véase como ejemplo la pretensión desleal de expandir sus aguas territoriales invadiendo las aguas españolas en Canarias.

Como dice la embajadora de Marruecos en Madrid, los actos tienen consecuencias que deben asumir quienes los realizan. Y esto hay que aplicarlo no solo a las acciones desproporcionadas y desleales de Marruecos, sino también a la deslealtad de EE UU. España tiene bazas más que suficientes para que hacer valer sus derechos por si sola, como socio de la OTAN y, sobre todo, como miembro de la Unión Europea.

En política exterior, como dijo un gran estadista, no hay amigos ni enemigos: hay intereses. El Gobierno español tiene que defender los intereses de los españoles frente a los supuestos amigos o enemigos. Y debe hacerlo con inteligencia, con frialdad y midiendo las consecuencias. Marruecos no es un país amigo, como dicen miembros del Gobierno o de partidos de la oposición. Nunca lo ha sido (la Guerra de Sidi Ifni, la Marcha verde, la ocupación del islote de Perejil y un largo etcétera de conflictos anteriores y posteriores a los mencionados), pero es un vecino con el que hay que llegar a acuerdos que permitan una coexistencia pacífica en defensa de nuestros intereses.

En política exterior resulta necesario que el PSOE y el PP actúen siempre de mutuo acuerdo sin dejar fisura alguna, aunque el Gobierno se equivoque, sea cual sea su signo. Dejemos las pequeñas fisuras en política exterior a los populistas, a los independentistas prófugos como Puigdemont, y a otros políticos marginales que desconocen las consecuencias negativas que tienen para todos los españoles la falta de unidad de las fuerzas políticas en la escena internacional.