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Juan Lagardera

Africanos y/o europeos

Africanos y/o europeos

No deben ser muy dados a leer historia los señores diputados –y las señoras diputadas– de nuestra nación después de ver y oír el último debate parlamentario en medio de la crisis migratoria de Ceuta, para cuyo discernimiento hay que tomar la suficiente perspectiva y no dejarse llevar por argumentos simplistas de salón ni por exaltaciones patrióticas de verborrea decimonónica.

En un extremo, los líderes de Vox han crepitado estos días al ver amenazada la patria, su tema preferido: el nacionalismo propio y henchido por el que vale la pena envolverse en la bandera, desempolvar el espadón carlista del abuelo y lanzarse a la aventura bélica por más que sean otros los que corran el riesgo de morir. Por momentos, Santiago Abascal ha parecido Leopoldo O’Donnell a mediados del siglo XIX, cuando le declaró la guerra a Marruecos como consecuencia «del ultraje sufrido por el pabellón español», un conflicto de apenas unos meses del que España obtuvo el suficiente armamento «enemigo» para poder fundir, precisamente, los emblemáticos leones del Congreso de los Diputados en Madrid.

A la otra punta y más allá del arco político, el exiliado Carles Puigdemont, ha acusado a España en un tuit de espurio colonialismo al mantener su soberanía sobre dos ciudades que el experiodista gironí considera «africanas». Un argumento procedente del visionado rápido de una carta geográfica omitiendo el papel catalán no solo en la administración colonial española –particularmente en Cuba– sino en el tráfico de esclavos procedentes de África, además de haber sido las cajas de reclutamiento catalanas las más voluntarias y activas durante la referida guerra de África contra el sultán marroquí.

En medio de este paisaje político actual nos encontramos con las tibiezas de la izquierda, amiga de repartir derechos de autodeterminación a diestro y siniestro, con especial intensidad al espectral pueblo saharaui, o con las alicortas ambivalencias en los argumentos de conservadores y socialdemócratas, ceñidos a un lenguaje oficial hispánico que consiste en reivindicar Gibraltar por motivos geográficos al mismo tiempo que se considera innegociable la españolidad de Ceuta y Melilla –y no digamos de Canarias– por obvias razones históricas.

Lo que conviene tomar en consideración para una ‘realpolitik’ sensata es que solo la omnipresencia de los intereses norteamericanos –e israelíes– en la región del Estrecho nos libran de acabar en una nueva conflagración contra ‘los moros’. Estados Unidos, huelga señalarlo, se juega mucho tanto en España como en Marruecos, dado que nuestro país es uno de sus principales portaviones camino de Europa, el Mediterráneo y Oriente Medio, mientras que la monarquía alauita marroquí le es necesaria para contrapesar su diplomacia de equilibrios inestables entre árabes e israelíes.

Vivimos en un nuevo siglo, un nuevo tiempo en el que los litigios no se resuelven a cañonazos, pero en el que tampoco se puede ir por la geopolítica internacional en modo ingenuo, creyendo en la bondad innata de los pueblos y en el reparto equitativo de bienes y pertrechos. Conviene avanzar en fórmulas más imaginativas, combinativas incluso, dejando atrás esa visión nacionalista del mundo en el que parece imposible la coexistencia de etnias, lenguas o religiones distintas bajo un mismo ‘pabellón’. Vemos plagada la selección alemana de jugadores de origen turco, la francesa de africanos o la holandesa de moluqueños y, en cambio, somos incapaces de reconocer esas diferencias entre nosotros.

No hay soluciones fáciles para un mundo como el nuestro, atribulado por cientos de conflictos heredados, ni siquiera las conllevanzas orteguianas resultan cómodas. En el caso hispano-marroquí estamos condenados a pactar el entendimiento superando situaciones como las vividas esta última semana en el espigón de las playas rifeñas de Ceuta, dejando atrás siglo y medio de guerras con resultados diversos, escarceos, rivalidades y marchas ocupas. La Unión Europea debería ser la clave de bóveda para la pacificación de la región, que debe partir de un acuerdo para el Sáhara no en la ONU, sino entre Marruecos y Argelia con España y Francia como garantes –y financieros– del mismo.

Al mismo tiempo, hay que ir avanzando en la cogobernanza del peñón británico de Gibraltar bajo la premisa de que han de ser los gibraltareños los que decidan su futuro aunque renunciando a la piratería fiscal. Un estatuto que también debería servir para ir abriendo camino mental tanto en Ceuta como en Melilla, abocadas en las próximas décadas a convertirse en ciudades más abiertas desde el punto de vista internacional, centros de expansión del desarrollo económico del resto del territorio vecino, de cuyo progreso va a depender su destino final. Los anacronismos geográficos que la historia va legando hay que afrontarlos con imaginación y repartiendo equidad y riqueza. De lo contrario, la raíz de los conflictos perdurará por los siglos de los siglos. 

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