El otro día murió Xavier Albiol. Albiol era un sabio un tanto prehistórico: humanista, enciclopédico, de lecturas muy singulares, monacal, solitario y quizás también solo. Debió de vivir en un ‘college’ de Cambridge, bajo una lluvia impertinente, el paraguas en la mano y el bigote fruncido, en lugar de en la València que comenzaba a despertar a la modernidad, un poco tarde, después del largo bostezo del postfranquismo. Yo siempre pensé, al conocerlo, hace ya muchas décadas, que era un personaje de Graham Greene, aquel de las primeras páginas de ‘El factor humano’, por ejemplo. Más tarde, como las apariencias ayudan a concebir la personalidad, y ya no se sabe muy bien dónde acaba el personaje y empieza la persona, alguien soltó que era un espía del KGB en el Palau de la Generalitat, tras su viaje a Moscú, de donde vino leninista y con un montón de escritos que certificaban la Verdad de la revolución proletaria. El Palau de la Generalitat, a mediados de los ochenta, nada tenía que ver con el de después, o el de la actualidad. Entonces, los círculos del poder pensaban que estaba plagado de espías filtrando información a las potencias extranjeras, bien para desestabilizar la naciente autonomía, bien para atraerla a los intereses de Moscú o de Washington. Era un Palau novelesco. Ahora parece un tratado administrativo, todo encaja. Hierático, impasible, en ocasiones granítico, pero sólo en el manto de las cortezas, en el fondo Albiol era un despiadado sentimental, al borde de la lágrima. Pertenecía a una generación, como la mía, que necesitaba un disfraz para penetrar en la selva del mundo y no ser triturado a las primeras de cambio. En ese disfraz se guardaban las emociones. Después de crear el DOGV, cuyas oficinas estaban en los sótanos del Palau, Joan Lerma lo convirtió en su sombra para los desplazamientos. Le invistieron, Joan Lerma o Ximo Puig, ambos presidentes se acordarán, yo no recuerdo ahora quién fue, con la corona de director general de Relaciones Institucionales e Informativas. En ese cargo sustituyó a Jaume Avellá, la anterior sombra del presidente Lerma. (A los adláteres de los presidentes del Consell se les debería hacer una lectura semiótica porque invocan las intelectualidades, filias, fobias, estrecheces o anchuras dialécticas de sus figuras y las de la propia Generalitat, Albiol y Avellá fueron de mucha altura). Un día, Albiol llegó al Café Lisboa, donde concelebraba una tertulia nocturna y diaria, y proclamó el fin del leninismo y la entrada de la bolsa capitalista en el auténtico espíritu socialista, por lo que tuvo que hacer un esfuerzo dialéctico hegeliano inmenso, estresante, extrayendo ese capítulo de sus estudios de filosofía pura para alcanzar una síntesis muy elevada, ininteligible. Acababa de viajar a Nueva York con Antoni Birlanga y Ferran Belda, y tal vez las luces de Broadway le embrujaron, o enajenaron por unos meses. El caso es que íbamos a cenar a Barrachina, los dos, un bocadillo de catalana, cuando ese templo modernista existía, en la plaza del ayuntamiento, porque en esta ciudad de València acaba todo o en ruinas o amortizado por cualquier tienda de una multinacional, y a la arquitectura del pasado y a la memoria que les den. Desde Barrachina caminábamos hacia la ceremonia diaria, la tertulia del Lisboa de Toni Peix. Aquello era lo más parecido a una misa. Albiol, en un altar fijo, y Toni y los demás rodeándole en sucesivos altares mientras entraba y salía toda la paleta de colores del poder que daba el país, el político, el intelectual, el artístico y el periodístico. Previamente, habían acudido al teatro o al cine. Como Albiol vivía justo enfrente, arriba o abajo de otro ilustre, Adolf Sanmartín, en la nobilísima calle Caballeros, el Café Lisboa era prácticamente una extensión de su casa, o una salita adosada. Alguna noche, pocas, desmenuzó sus años en el colegio mayor La Alameda, donde estudió a Platón, Kant y los demás mientras le investían con la orla del decanato del centro, aunque nunca militó en la Obra, de ese colegio han salido muchas arterias de la sociedad valenciana y políticos afines al PP y también al PSOE. De los años luminosos del Lisboa queda un rumor escaso, algún conseller como Vicente Soler, no parece que pasen los años por su biología, y otras biologías menos efervescentes que siguen cumpliendo con el optimismo de la voluntad frente a pesimismo de la razón. A diferencia de las banalidades al uso, Albiol siempre supo que las causas y consecuencias aparentes no ayudaban a la gente a reconocer los oscuros poderes a los que su vida está sometida. Y así siguen, tocando el violín. Albiol se jubiló y se despidió del mundo conocido. Se marchó a Vila-Real y muy pocas veces lo vimos ya, alguna acompañado de su inseparable Valerià Carabantes y de Pérez Moragón. Desde hacía dos décadas, o más, con la salud aún de un zagal, venía repitiendo un axioma imperfecto: «L’any que ve ja no estaré». Al final, tantos años rebelándose, el axioma se ha cumplido. De vez en cuando, los filósofos aciertan.