La última vez que vi a Ziad le faltaba un diente, el incisivo central. Fue aquí en España, adonde había venido a regularizar su situación y conseguir la nacionalidad española. Ser palestino, su verdadera nacionalidad, no le servía para nada; era prácticamente un apátrida. Me comentó que allá en los territorios ocupados, en Ramala donde se asienta la Autoridad Nacional Palestina (ANP), era el director general de Investigaciones Agrarias, un cargo merecido por sus conocimientos y su competencia, pero muy rimbombante por la limitación de medios y atribuciones.

Cuento mis recuerdos de mi estancia de trabajo en Palestina a raíz del conflicto por el que unas viviendas de Jerusalén Este quieren ser ocupadas por judíos israelitas, desalojando para ello a sus originales moradores palestinos, lo que ha provocado que se recrudezca el siempre latente conflicto en la franja de Gaza, con bombardeos de la artillería y la aviación israelí, en que han muerto más de 200 personas, entre ellas cincuenta niños.

Debía ser el año 2006 cuando mi amigo Ziad y yo intentábamos entrar en Nablus por una senda de montaña pues las entradas principales estaban cerradas por el ejército israelí. Tras dos horas de marcha entre zarzales y olivos abandonados, en lo alto de una de las colinas que domina la ciudad nos esperaba, atrincherada en una rústica barricada, una patrulla israelí con equipamiento de campaña. Nos cachearon, miraron los pasaportes, preguntaron a qué íbamos a Nablús y pasamos; y luego le pregunté a Ziad:

  • ¿Crees que los soldados se han creído que éramos dos profesores que veníamos desde Europa a Nablùs a dar una conferencia en la universidad?
  • En absoluto. Pero no debemos haberles parecido terroristas, y además, tu pasaporte es de la Unión Europea. ¿Por qué no nos iban a dejar pasar?

Una hora antes, esperando entrar con toda normalidad en la ciudad, a unos metros del 'chek-point', erizado de púas y soldados, vimos salir a una ambulancia palestina que con sus altavoces pregonaba: “Hoy hemos tenido el primer mártir. Llevamos con nosotros a un joven de 20 años muerto por los disparos realizados desde un tanque”. Los soldados israelíes indiferentes hablaban entre sí sin prestar excesiva atención a lo que pregonaba la ambulancia.

Nablús es una bonita ciudad sobre todo su barrio antiguo con las callejuelas adoquinadas y sus viviendas construidas en piedra tallada. Sus tiendas de tejidos, sus pequeños bares llenos de gente donde tomar un café turco o un té amargo con algo de menta , los comercios de especias que lo perfuman todo, los barberos conversando a la puerta de sus establecimientos, y las panaderías con la leña para el horno amontonada en plena calle.

  • No se os ocurra pasear por esta zona al anochecer, pues es cuando entran las patrullas israelíes – nos comentó un amigo de Ziad en casa del cual residíamos. Vienen en busca de jóvenes activistas; disparan y luego preguntan.

Pasamos cuatro días. El último día le pregunté a Ziad cómo era que no íbamos a casa de su madre, pues tenía interés en saludarla. “Mejor no vamos. No te lo había dicho, pero tengo un hermano al que buscan los soldados por pertenecer a un grupo de la resistencia y si vamos puedes encontrarte con una desagradable sorpresa: que nos carguen en su jeep, nos lleven con ellos, interrogatorios y molestias que no son nada agradables”. Me quedé con las ganas de conocer a la familia de Ziad. Lo dejé para un próximo viaje.

Si la entrada a Nablús fue algo accidentada la salida no fue mucho mejor. La ciudad continuaba cerrada para todo el mundo. Las puertas con los 'chek-points' vigiladas por el ejército y los pasos de montaña por patrullas establecidas en puntos estratégicos. Finalmente cogimos un taxi cuyo conductor nos aseguró que conocía un paso que estaba poco vigilado. Nos dejó hasta donde pudo llegar su vehículo, pues incluso esos senderos que bordeaban los campos en ciertos tramos estaban cortadas por montones de tierra acumulados por los bulldozers del ejército israelí para impedir entradas y salidas de la ciudad. Luego debimos continuar a pie. Llovía. Íbamos empapados, con los zapatos embarrados, con la posibilidad de dar un resbalón y rodar por tierra como le ocurrió a la mujer que nos acompañaba con sus dos hijos pequeños.

Un paisaje árido, de secano, típico del Mediterráneo, pedregoso, con un olivo aquí y un almendro allá. ¿Y que por esta tierra reseca se estén matando israelíes y palestinos desde hace 70 años? ¿Y que por este paisaje tan árido haya tanto sufrimiento, tanto odio acumulado, tanto enfrentamiento? ¿Y ésta es la Tierra Prometida? ¡Qué cosas tiene Jahvé!, pensaba yo.

El grupo caminaba en silencio: la mujer y sus chicos, dos campesinos que habían entrado a vender sus hortalizas y que no podían salir con sus vehículos, mi amigo Ziad y yo. Ya en plena montaña, en un camino más debajo de la senda por la que transitábamos, a dos centenares de metros, vimos un tanque cuya torreta giraba a medida que avanzábamos.

Le pregunté a Ziad:

  • No nos disparará, ¿verdad?
  • No creo. Simplemente el tanquista está siguiendo nuestros movimientos.

Regreso a Ramala. Varios 'chek-points' siempre con un tirador de élite con su fusil de mirada telescópica que te apunta, y otro soldado que te pide te acerques con tus papeles y te obliga a levantarte la ropa hasta el cuello… por precaución.

Este es el día a día de una Palestina a la que el mundo le niega la existencia. La Palestina de la humillación, la arbitrariedad, el desprecio, las “buenas intenciones” de la comunidad internacional, y el asesinato masivo (como hoy en la franja de Gaza) por parte de un ejército todo poderoso, con el consentimiento de una población en gran parte no solo judía, sino sionista.

Me hice recientemente un análisis de sangre para saber si era antisemita. Salió negativo. No lo soy. Pero sí que me dijo el doctor que tenía unos glóbulos rojos que mostraban mi inquina hacia el fascismo, el nazismo, el sionismo, el racismo, el apartheid y todo aquello que atentase contra los derechos humanos. Ah, también me dijo que cuidase mi alergia hacia quienes justifican la situación inhumana en Palestina, que eran tan peligrosos como el Merkava, el modelo de tanque israelí a quien las pedradas de los jóvenes palestinos que mueren en Nablùs no le hacen ni rasguños.