Es la costumbre. Cuando alguien se muere, aunque haya sido lo peor de lo peor, se convierte en una buena persona. En el mundo de la política pasa más o menos lo mismo. Años y años a cara de perro con sus enemigos en el estrado y cuando alguien abandona ese estrado ya no hay enemigos, sino compañeros. Y empiezan a surgir las alabanzas. Los insultos, que eran el pan caliente de todos los días, se convierten milagrosamente en más piropos de los que salen en ‘Me quedo contigo’, la preciosa canción de los Chunguitos. Sólo falta que el plenario puesto en pie entone el ‘Clavelitos’ de la tuna para que la despedida tenga el sabor de una lágrima en el escaño, como imitando al maestro Peret entre las palmas emocionadas de la concurrencia.

Hace poco dejó su escaño Isabel Bonig, que hasta entonces y en los últimos años había liderado el grupo del PP en las Corts valencianas y el propio partido después de la debacle provocada por la corrupción en las eras de Eduardo Zaplana, Francisco Camps y Rita Barberá. Había sido alcaldesa de su pueblo, La Vall d’Uixó, y tuvo bien clara desde el principio la máxima de su partido: al enemigo, ni agua. No la conozco. Sólo de leer lo que decía dentro y fuera de las Corts. Un día me invitaron a la tribuna de invitados. Fue cuando se debatió la Ley de Memoria Democrática. El argumentario que soltaba el PP contra la ley venía de los manuales más obscenos del negacionismo histórico. Yo miraba desde arriba a Isabel Bonig y ella dirigía la mirada hasta la tribuna de invitados. Yo movía la cabeza, no daba crédito a lo que escuchaba y me tocaba la mejilla como diciéndole: ¡vaya cara! Ella se reía. Y levantaba el dedo gordo en señal de victoria cuando desde el atril se decían barbaridades cada vez más gordas contra la nueva ley. El resultado del debate fue claro: se aprobó la Ley de Memoria Democrática y el dedo se le quedó a la lideresa del PP más tieso que la piel de Tutankamón en su tumba del Valle de los Reyes.

Ahora Isabel Bonig ya no está al frente del PP valenciano. La han echado sus jefes de Madrid. En algunas imágenes de su despedida he visto que se ha emocionado mucho. Hasta tenía que interrumpir su discurso porque el llanto ahogaba las palabras que salían de su garganta rota. De la misma manera que se reía aquella mañana cuando miraba hacia la tribuna de invitados, hipaba ahora en su último adiós ante la prensa, como dirigiendo a Pablo Casado los versos de Bécquer que parecen un bolero de Toña la Negra: «Me ha herido recatándose en las sombras, /sellando con un beso su traición». He alucinado con las palabras de quienes han sufrido durante tantos años sus invectivas, sus desplantes, la acerada intransigencia de sus iniciativas y respuestas parlamentarias: todo han sido parabienes en las voces de sus oponentes políticos, alabanzas sin freno, compungido llanto para sumarse a las lágrimas de la recién abandonada por los suyos, como el destierro del Cid en su romance anónimo. Para qué hacer leña del árbol caído: imagino que de ahí vienen esas alabanzas. Ya tiene bastante con el desprecio de su propio partido. Ella hizo lo mismo con Rita Barberá. A lo mejor llega un día en que quienes la desprecian sin contemplaciones la devuelven al altar como quieren hacer, cínicamente, con la exalcaldesa de València. Por cierto, no sé si se acuerdan de lo que el PP tuiteó cuando Pablo Iglesias abandonó el debate en la Ser por la burla de la representante de Vox en ese debate: «Iglesias, cierra al salir». ¿Le habría gustado que ahora, en vez de alabarla, sus oponentes en las Corts hubieran dicho eso en su despedida?

Para terminar: me hace gracia la tradición ‘artística’ en las filas del PP. Maruja Sánchez Trujillo, la mujer tránsfuga que traicionó a los socialistas en Benidorm para encumbrar a Zaplana, era bailarina flamenca con su marido por los chiringuitos del verano. El actual secretario general, Teodoro García Egea, es el campeón mundial en el lanzamiento de huesos de aceituna. Y Carlos Mazón, que sustituye a Isabel Bonig al frente de los populares valencianos, participó en el concurso de preselección para el Festival de Eurovisión cantando versos que ni el más cursi y relamido artista de los ripios hubiera podido imaginar: «Siento en tus labios fuego abrasador». Cuando le llegue el turno de la despedida, como ahora a su colega, siempre le quedará el recurso de patearse las playas del verano con el fuego abrasador de la guitarra y sus canciones. ¡Ay, señor!