Fue impresionante ver a Francisco Brines recibir la medalla del Premio Cervantes. Lo fue con carácter absoluto, al contemplarlo enjuto, frágil, él que siempre tuvo el aspecto saludable de hombre de sol. Impresionante fue también la soledad del acto, lejos del aula de la Universidad de Alcalá, con un Brines casi recogido en las manos de los reyes. Pero lo más impresionante fue, a los pocos días, escuchar la noticia de su muerte. Pensar que justo en el momento de su mayor homenaje Brines ya tenía los pies en el estribo, produce una amarga sensación. Su alma habrá volado con la medalla puesta, y su traje habrá quedado como ropa de armario, colgando todavía sin perder la forma de su cuerpo.

Pero al margen de todas las consideraciones que evocan este tránsito fulminante, este ‘consolamentum’ de la gloria a la muerte encierra uno de los destinos posibles de un poeta. A la luz de lo que sucedió poco después, se aprecia un esfuerzo sobrehumano en el gesto de Brines, tan cerca del final que no podía ignorarlo. Esa dignidad de engañar a la muerte con gestos habituales es el privilegio de la dignidad. Y quizá una escena parecida fuese prefigurada por el poeta al poner en su primer libro, ‘Las brasas’, aquella frase que dice: «El hombre sabía que le quedaba muy poco tiempo y que sin fe su muerte no daría frutos».

Gozar de esos presentimientos acerca de la forma de morir, quizá sea propio del poeta. Que Brines era nuestro mejor poeta, nadie podía discutirlo. Todo él lo era. En su gesto, su silencio, su mirar, su presencia, su hablar, todo en él iba bisbiseando que deseaba la soledad, acariciar sus percepciones a la caza siempre del verso. Brines no era un hombre huraño, pero siempre estaba cerca y al mismo tiempo lejos. Era una persona atenta y al mismo tiempo un poco ausente. Sin embargo, no cabía la menor duda de que en esa ausencia siempre iba tras algo bello que escapaba furtivo.

No lo traté mucho porque, aunque sin ser poeta, también he ido siempre de paso. La primera vez que estuve con él fue en el Colegio San Juan de Ribera de Burjassot, en una de aquellas veladas de las que ya he hablado en alguna ocasión. No lo olvidaré nunca, en aquel salón rojo, con la chimenea encendida y después de la frugal cena. Creo que él tampoco. A pesar de que era invierno, recuerdo la cálida atmósfera. Cuando en abril se abrían los ventanales del salón, subía del huerto cercano el azahar, con ese dulzor suave, tibio, envolvente. Eso era lo que dejaba su voz y sus versos. Yo los conocía por aquellas antologías poéticas que editaba Plaza y Janés, de tapa dura con líneas de colores cruzadas, donde se publicaban los premios Boscán y donde estaban Otero, Celaya, Cremer, Badosa, Medina y otros muchos. Aquella noche, Brines trajo todos los poemas en folios, lo que me induce a pensar que estaba ensayando lecturas de inéditos ante aquellos jóvenes receptivos.

Luego estuve varias veces con él y una de ellas resultó especial. Fue cuando en la Biblioteca Valenciana le dedicamos el homenaje que solíamos hacer a los hombres de letras nacidos desde el Xenia al Segura. El acto fue sencillo, pero muy entrañable. El jefe de la unidad, Rafa Coloma, le hacía una larga entrevista sobre su vida y su trayectoria poética. Lo acompañaba el añorado Miguel Catalán, que desde que fue alumno mío de Filosofía en la facultad de Blasco Ibáñez siempre me había impresionado por su serenidad y su aplomo. Ambos formaban una pareja formidable y llevaban aquella actuación con verdadero brío. Brines contestaba con parsimonia y amabilidad, y lo vi feliz, en aquel monasterio imponente, entonces recién reconstruido. Pero cuando lo vi gozar de verdad fue cuando se hacía un alto en la entrevista y un amigo de Canal 9, que tenía una voz digna de la poesía de Brines, recitó su versos con una inolvidable cadencia. Si alguien hubiera esculpido entonces el rostro de Brines, habría comprendido lo que quiero decir al llamarlo poeta puro. En realidad, habría descubierto el orgullo del poeta, que solo se aprecia de verdad cuando escucha sus versos como si fueran de otros y, sin embargo, se emociona con ellos. El poeta del tiempo y de la elegía descubría que también en la voz del que se despide anida un instante intemporal.

Creo que lo volví a ver en el 2002 por última vez. Fue con motivo de la edición facsímil de la revista ‘La caña gris’, que editó Renacimiento con la ayuda de la Biblioteca Valenciana. Esa revista fue mítica en los primeros años 60 y cualquiera que vea los índices de sus pocos números comprenderá que la juventud une en la generosidad del entusiasmo lo que luego separan las amargas decepciones. En todo caso, allí, en los trabajos de ese par de años, estaban muchos de los nombres que entre 1960 y 2000 iban a significar algo en la cultura valenciana. Brines, que ya venía de publicar ‘Las brasas’ y que había ganado el premio Adonáis de 1959, figura en todos los fascículos, a veces como autor, a veces como poeta estudiado. Por eso le quisimos entregar personalmente un ejemplar. La revista desaparecería en 1962, tras el considerable esfuerzo del monográfico sobre Luis Cernuda, que el poeta recibió conmovido en su exilio californiano.

Pero ahora, cuando con motivo de su muerte he vuelto a acariciar ese volumen, me ha llamado la atención tanto el primer artículo de la revista como la primera aparición de Brines firmando un largo poema. Ese primer artículo se titula ‘La muerte del intelectual’ y lo firma nada menos que Joan Fuster. El poema de Francisco Brines lleva un título cercano, cuya inquietud propia se amplifica por estar en cercanía del de Fuster, casi homónimo: ‘El caballero dice su muerte’, ese es su título. Fuster lanza la profecía de que el intelectual liberal ya es una figura borrosa. El poema de Brines tiene un regusto a Robert Browning o a Tennyson, pero cuando ahora lo leo no puedo dejar de ver transfigurado al poeta que describe el fantasma que lo acompañaría hacia la muerte. Y entonces se levanta, con sus versos, esa última imagen de Brines recogiendo su mayor gloria. Estoy casi por decir que se mantenía en pie porque recitaba este primer poema de ‘La caña gris’: «¿Dónde mis fuerzas? / Como una luz la carne se apagaba /ceniza sin color y el corazón/ era una piedra incandescente. Cubre / la lluvia las distancias y una niebla/ fue cegando mis ojos». Así imaginó Brines la muerte de los buenos caballeros. Y así ha sido finalmente la suya.