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Una de las escenas de 'Cavalleria rusticana'.

'Cavalleria', un verismo sin paisaje

Vaya por delante mi respeto por la última producción presentada en les Arts tanto de Cavalleria Rusticana como de I Paggliacci, así como al trabajo de Giancarlo del Monaco. Musical y vocalmente, estamos ante una de las citas más conseguidas de estos últimos años. Mi afición voluntariosa al género no me exime de manifestar, desde las primeras líneas de este artículo, mi regular conocimiento de libretos, estilos y registros técnicos de cantantes. Eso sí, me acerco con sinceridad, entusiasmo y ganas de disfrutar a un espectáculo total como es la producción operística. A fuer de parecer tradicionalista, debo confesar que el gusto de los directores de escena por desmaterializar el entorno donde transcurre la acción de las óperas sólo está a la altura de su empeño por trasladar a otro tiempo el momento que el libreto y la música idearon. Tiempo y espacio dislocados. Ya estamos habituados a que las producciones presentadas sean absolutamente infieles a las coordenadas temporales que encuadraron en origen la obra. Bajo el mantra de acercar la acción al público actual, se han cometido dislates estilísticos que retuercen la trama y crean situaciones forzadas generando no poca confusión en el aficionado medio. En otras ocasiones, sin embargo, el sobresalto temporal recomendable no se produce: por ejemplo, en esta Cavalleria se insiste, a mi humilde entender, en un desajuste teológico-temporal al presentar una procesión de penitencia (con azotes y todo) el día de Pascua de Resurrección. Así mientras la gente del pueblo canta que el Señor no ha muerto porque ha ascendido al cielo («Inneggiamo/ il Signor non è morto!/inneggiamo/al Signore risorto/oggi asceso/alla gloria del ciel!») ante nuestros ojos aparece un condenado de camino hacia el Gólgota con la cruz a cuestas como si de un Viernes Santo se tratara. El verismo (teológico) parece sucumbir a la necesidad de tensión dramática.

En la producción de Cavalleria vista en les Arts, Giancarlo del Monaco da un paso más disolviendo la geografía que sustenta, vitaliza y enmarca la acción de la ópera. El escenario trascurre en una quebrada cantera de mármol blanco: bloques tallados cortan el espacio obligando a los protagonistas a esquivar trampas, caminar sobre estrechas tablas que salvan desniveles y trepar por escalones con no poco esfuerzo. Nada identifica a un pueblo de Sicilia a finales del siglo XIX. Es un verismo poco verosímil, un verismo sin paisaje ni territorio, ageográfico, lo que para mí es una contradicción flagrante. Si verismo quiere decir representar la realidad sin idealizaciones, Del Monaco nos presenta una puesta en escena plenamente idealizada, sin concesión alguna al entorno donde transcurre la acción y sin guiños a la mediterraneidad de música y libreto (en I Paggliacci, la cosa cambia, con ese fondo romano referencial que el espectador capta al vuelo y empuja a la trama).

Así, en Cavalleria, cuando el coro de mujeres elogia el perfume de los naranjos o de los mirtos floridos («Gli aranci olezzano/sui verdi margini /cantan le allodole /tra i mirti in fior») y los hombres exaltan las espigas doradas en los campos («In mezzo al campo/tra le spiche d’oro»), el aficionado debe cerrar los ojos abstrayéndose de lo presentado para intentar captar la sensación (¡ay las sensaciones en la ópera!) que el lugar debía transmitir: un voluptuoso y fértil espacio mediterráneo, que el aficionado valenciano conoce tan bien, y en el que, por acertadísimo contraste de Mascagni, se desata la locura de los celos, del honor mal entendido y de la violencia contra la mujer. Me duele esta tendencia a la abstracción completa que se hace del paisaje como parte integrante de la acción en las óperas actuales. No me acabo de creer a un Turiddu invitando al pueblo a beber («Viva il vino spumeggiante nel bicchiere scintillante…») sin referencia alguna a la sociabilidad material aldeana, al entorno físico y arquitectónico rural que permite y alienta ese brindis. El hedonismo de una sociedad mediterránea de finales de siglo en Sicilia se transforma en ascético contraste de blancos (las piedras) y negros (las personas) que bien podría desarrollarse en cualquier hosco lugar de Castilla la Vieja. Y no es lo mismo. Y, sobre todo, no da igual. Encapsular una ópera en una burbuja donde se hace abstracción del paisaje que proporciona energía a la trama recorta su capacidad comunicativa. No abogo por reproducir necesariamente las pirámides cuando se canta Aida, pero sí de transmitir, en algunas obras como esta, la sensibilidad paisajística de un Mascagni mediterráneo tan cercano a nuestro país.

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