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Himnos, esas preciosas canciones en las Olimpiadas

Hace tiempo que elegí mis propias notas musicales, más sencillas e íntimas

Freddie Mercuty e Isabel Caballé en las Olimpiadas de 1992.

Antes de avanzar más en la columna sin necesidad, digo desde ya que nunca he sido de himnos nacionales. Lo digo por lo de Vox, Ciudadanos y PP en Murcia obligando a escuchar el himno español en las escuelas, principalmente. Así como a George Brassens la música militar nunca le hizo levantar, en mi caso nunca he sido de himnos oficiales en el sentido de emocionarme y experimentar el latido de un cordón umbilical invisible con la tierra a la que pone banda sonora. Me levanto con empatía en los actos en los que son interpretados pero más bien diría que me gustan los himnos en tanto que son canciones y si estas me gustan pues me gusta el himno, y si no, pues no.

Por eso todavía recuerdo como iba corriendo frente a la tele de pequeña cuando en mi casa se gritaba ‘¡los himnos! en cualquier competición deportiva y, en función de quien jugara o ganara, me daba más prisa o menos. Por ejemplo, adoraba la alegría el himno italiano y la solemnidad del God Save the Queen británico. Aceleraba cuando escuchaba el ‘O say, can you see....’ estadounidense y me quedaba en silencio con la sobriedad alemana o la seriedad del himno de la extinta URSS, tan todopoderosa en los podios. Pero, sin duda alguna, la canción que me hipnotizaba y continua todavía haciéndolo todavía es La Marsellesa francesa.

Hace mucho tiempo que decidí que los himnos de mi vida eran otros, más sencillos e íntimos, y creo que fue en el primer momento en el que fui consciente de la violencia con la que algunas personas eran capaces de defender, incluso con agresiones, una notas en el aire. Por eso, cuando me hablan de himnos desde una voluntad de separación recurro a la limpieza del deporte, a la competitividad sana, a todos los valores que trasmite, y a mis himnos personales. Sean de norte, del sur o de mar adentro.

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