El ministro de Política Territorial y Función Pública, Miquel Iceta, parece decidido a reformar el empleo público. Una de las medidas más comentadas hasta la fecha es la reforma de las oposiciones, en las que pesarían más las pruebas prácticas y podrían desaparecer las que implican un estudio memorístico, donde el aspecto más perjudicado está llamado a ser el aprendizaje directo de artículos de la ley. La idea de fondo es captar talento. ¿Lo conseguiremos?

Ante todo, hay que entender el escenario en el que nos movemos. Las políticas organizativas y de recursos humanos de las administraciones públicas deben tener en cuenta circunstancias como el proceso de envejecimiento y jubilaciones masivas que exigen una renovación casi completa de las plantillas durante la próxima década; la irrupción de la inteligencia artificial y los algoritmos, que redefinen los puestos e invitan al desarrollo e incorporación de nuevos perfiles con nuevas capacidades y aptitudes; o la propia evolución del servicio público, cuya gestión se ha convertido en algo si cabe más complejo que antaño y que preferiblemente debería confiarse y encomendarse a personas verdaderamente expertas.

¿Memoria o pruebas prácticas? Hoy por hoy, el establecimiento de un modelo que prescinda de las pruebas teóricas es inviable con la legislación actual. Se plantea en este sentido una modificación del Estatuto Básico del Empleado Público. No cabe duda de que el sistema de selección ha quedado obsoleto con el paso de los años y de los acontecimientos, pero tampoco parece razonable ‘pasarnos de frenada’. ¿Por qué pasar de un extremo a otro? ¿Tan malo es estudiar la normativa por la que se rige la Administración? Avanzaríamos, pues, hacia un modelo mixto o combinado, teórico-práctico, donde por supuesto se sigan respetando los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad.

Se habla mucho de que los jóvenes no están dispuestos a invertir varios años de su vida en una expectativa de trabajo, por muy ‘fijo’ que sea. Yo mismo reconozco que si volviera a tener 17 años no volvería a recorrer la maratón de licenciatura más oposición de grupo A; más de una década en mi caso, si bien pude aprobar oposiciones menores antes de los 28 años y ‘ya era funcionario’. Esto suena absurdo hoy en día. Pero en el término medio reside la virtud. Entre emplear 10 años en prepararse y emplear 10 minutos, podría considerarse razonable dedicar un par de años a estudiar mínimamente la materia y posteriormente demostrar esos conocimientos adquiridos en algún tipo de prueba memorística (tipo de ejercicio que en el pasado hemos reverenciado y que ahora estamos demonizando), que sigue teniendo la virtud de ser muy objetiva, aunque dichas pruebas se combinen naturalmente con otras absolutamente prácticas. Sinceramente, en ningún momento de mi carrera, ni de mi vida, me ha perjudicado saber la Constitución y las principales normas de Derecho administrativo prácticamente de memoria. La memoria, con los años, se pierde. Pero los conceptos grabados a fuego, no.

Por otra parte, el problema al que nos enfrentamos no es exactamente que los aspirantes no quieran hacer el esfuerzo. El verdadero problema es que la Administración no se presenta como un lugar atractivo donde trabajar para los más talentosos, precisamente los que necesitamos, máxime en el escenario actual ya comentado (relevo generacional, grandes necesidades y expectativas sobre los servicios públicos, nuevas competencias pero menos recursos, complejidad en la gestión…). Esto es así, por mucho que queramos vender que el servicio público es vocacional. Lo es, pero necesitamos más argumentos, porque una persona también puede aportar mucho al mundo sin ser funcionario. Y necesitamos más alicientes. Trabajar en una oficina tramitando expedientes no es, evidentemente, estímulo alguno para el talento.

El verdadero talento no suele tener problema en esforzarse, siempre que el objetivo sea lo suficientemente atractivo y estimulante, claro está. La solución sería configurar adecuadamente los puestos que por otra parte necesitamos como agua de mayo, puestos atractivos como los muy técnicos (analista de datos, experto en ‘compliance’, programación de algoritmos), los asistenciales (administrativos, sociales, mediación), y por supuesto los directivos (altos cargos no políticos, de alta dirección). Puestos bien retribuidos, con dinero, por supuesto, pero también con esos intangibles llamados ‘salario emocional’: flexibilidad horaria, teletrabajo, compatibilidad, promoción, movilidad… Estos son los verdaderos estímulos, y aunque más de uno se sorprenda, que lo hará, aquello del ‘trabajo para toda la vida’ ya no lo es, al menos para los perfiles que más necesitamos. Los planes a largo plazo han quedado muy desvirtuados por los acontecimientos y la propia visión práctica del mundo por parte de la generación Z (nacidos a partir de 1994).

¿Cómo deberían ser las oposiciones del futuro? Pues sinceramente, podrían ser incluso más duras de lo que son ahora. Eso sí, mucho más adaptadas y adaptables a los puestos y perfiles que deseamos seleccionar, y por supuesto combinando esas pruebas ‘de estudiar’ (que no deben desaparecer) y otras mucho más aptitudinales donde se demuestre la inteligencia relacional y la capacidad práctica para resolver situaciones reales (algo que algunos aprendimos trabajando y otros no han aprendido nunca). Eso sí: el premio debe valer la pena. Lo cierto es que ni una sola de las personas con más talento del mundo trabaja ‘de funcionario’… Si yo fuera la persona con más talento de España, que ni remotamente es el caso, estaría encantado de dedicar mi capacidad y energía a un proyecto ilusionante, que aportara valor a la sociedad, de impacto, en el que aprendiera y en el que pudiera trabajar con un gran equipo, y todo eso bien retribuido y compensado en todos los sentidos. Por el contrario, entrar a trabajar en un lugar oscuro, anticuado, y lleno de envidias y chafardeos quedaría automáticamente descartado de mis planes, aunque ‘me regalaran’ la oposición.