Si queremos profundizar sobre el hecho fundamental de qué nos hace ciudadanos y qué fue lo que formó las ciudades, debemos fijar el primer punto de observación en un hecho trascendental que ocurrió hace unos 12.000 años. Dejamos de ser cazadores-recolectores en el momento en el que comenzamos a gestionar nuestra alimentación. Si somos ciudadanos es porque el nuevo sistema alimentario creó excedentes, la capacidad de datar, de escribir, rutas comerciales, diversificó el trabajo y las capas sociales, leyes, pactos y conquistas. Dejamos de ser tribus para ser culturas, sociedades y más tarde imperios. En un modelo de expansión que con la llegada de la Revolución Industrial tomó carácter global.

Hoy, bien avanzado el siglo XXI, la peor amenaza que se cierne sobre los aproximadamente 7.700 millones de habitantes es el cambio climático. Algunos datos y muchas realidades nos obligan a repensar el actual sistema alimentario. Más allá de lo climatológico, que como estamos ya comprobando es crucial, nos hemos de plantear nuestra relación con los recursos, con la dignidad de todas las personas y con las estructuras que si no demuestran sostenibilidad económica, social y medioambiental, deberían ser desestimadas lo antes posible. Desde una perspectiva histórica se podría decir que la obsesión por el lucrativo negocio de la energía para las cosas, capaz de crear conflictos, desgracias no naturales y tensiones regionales, con resultados de millones de muertos nos ha desviado del principal propósito histórico que es, o debería haber sido, preocuparnos de la energía para las personas por encima de todo.

En el mundo hay ya 31 ciudades que soportan más de 10 millones de habitantes. La concentración demográfica, especialmente en África y Asia va a ser un verdadero problema. Más de un tercio de los gases de efecto invernadero los produce el sistema agroalimentario mundial. Un tercio de los alimentos que se producen van a la basura sin ser ingeridos. Con una tercera parte de los alimentos que se tiran a la basura sin ser ingeridos no habría hambre en el mundo. Demasiados errores que merecen una visión desde la sostenibilidad en diversos ámbitos del conocimiento. Cada vez son más ciudades y más redes de ciudades las que inician proyectos, programas, acciones y estrategias para dotar a sus habitantes de un sistema alimentario urbano sostenible.

Trabajar por dotar y mantener sistemas alimentarios urbanos sostenibles supone un formidable punto de encuentro. Un ejercicio de multilateralismo. Esta es una cuestión común en la que toda voz debe ser escuchada. Administraciones locales, pero también nacionales, regionales y supranacionales, sector privado, centros de conocimiento, sociedad civil, universidades. Todos tenemos nuestro espacio de acción para desarrollar. La alimentación en las ciudades implica protección al pequeño productor, establecer la relaciones urbano rural, fomentar políticas de género, cuidar las redes de mercados locales, políticas públicas activas en compra pública, gestión de desperdicio alimentario, educación, ‘big data’, desarrollo urbanístico, soberanía alimentaria, etcétera.

Se trata de un espacio de acción en el que, según el Centro Mundial de València para la Alimentación Urbana Sostenible (Cemas), convergen 39 áreas de conocimiento y que afortunadamente fomenta la pertenencia, crea ciudadanos y devuelve a las personas y a las familias el orgullo de ser un agente activo en la creación de un nuevo cívico basado en la dignidad de uno mismo, de los demás y de la vida en este planeta.