Hace algunas semanas, los medios de comunicación se hacían eco de la detención en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Reino Unido de una valenciana, María, que había intentado acceder al país de manera irregular. A partir de la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la legislación de extranjería del país restringe el derecho a la entrada y permanencia en el territorio de ciudadanos europeos. Restricción que, por cierto, ya era aplicada a ciudadanos extracomunitarios. El caso es que, según la normativa vigente, María había intentado acceder al territorio de manera irregular, lo que suponía una infracción administrativa que tenía como consecuencia su privación de libertad en un centro de detención a la espera de ser deportada forzosamente a España.

Es, en algún sentido, el mismo destino que aguarda a alrededor de diez mil personas cada año en España: ser encerradas en cárceles inhumanas a la espera de ser deportadas a sus países de origen por haber accedido al territorio o permanecer en él de manera irregular. Se impone el derecho de los Estados a controlar sus fronteras y a decidir quién puede entrar y permanecer en su territorio sobre los derechos de las personas al movimiento transfronterizo, a migrar y elegir su lugar de residencia.

En nuestro país, para ello, se ha llegado a disparar balas de goma a quienes estaban ahogándose en el mar intentando llegar a la playa y, más recientemente, se ha desplegado al ejército como respuesta a la llegada de familias y niños. Cada año, la ausencia de vías legales para migrar a España y las políticas de control de fronteras provocan miles de muertes y desapariciones, además de sufrimiento a muchas familias. La experiencia de María quedó en mucho menos y después de cinco días de detención fue puesta en libertad.

El tuit del amigo de María denunciando su detención se hizo viral y los medios de comunicación, al dar la noticia, pusieron el foco en que ya había estado en el país anteriormente, en que iba a buscar trabajo, en que había sido un error el no cerciorarse de la documentación necesaria, en que contaba con familiares que podían acogerla o hacerse cargo de ella; un enfoque antagónico al sensacionalismo y la criminalización con la que se trata la llegada de personas migrantes a España. Después de su puesta en libertad fue entrevistada y pudo narrar con detalle cómo habían sucedido los hechos, cuál había sido el trato recibido y cómo se había sentido; un relato que no difería del de la mayoría de esas diez mil personas que nuestro país encierra y deporta cada año y que rara vez nos paramos a escuchar.

Para quienes estamos en contra de los centros de internamiento de extranjeros, la reacción ante el encierro de María fue la exigencia de su inmediata puesta en libertad. Sin embargo, fue sorprendente ver la diferencia en el tratamiento mediático y en el impacto social que tuvo el caso en comparación con el de cualquiera de las diez mil personas expulsadas desde España.

En los CIE españoles se han denunciado abusos sexuales, violencia, agresiones, maltrato y torturas; y varias personas han muerto entre sus muros o durante las deportaciones forzosas. El último de ellos, Marouane Abouobaida, en el CIE de Zapadores.