Al comienzo de la pandemia afirmábamos a los cuatro vientos que habría un antes y un después en nuestra vida. Todo iba a cambiar. Los aplausos en los balcones iban a convertirse en esa plataforma de transformación. Cuando comenzamos a ver la luz, nos hemos dado cuenta de que los problemas siguen siendo los mismos, incluso se han recrudecido. Ahora que contamos con cierta perspectiva histórica, podemos señalar que se han producido dos olvidos claros y evidentes: nuestros mayores y la juventud. Son la base de la sociedad y los hemos abandonado a su suerte. Como profesor de filosofía, convivo a diario con alumnado de entre 16 y 18 años. Me transmiten sus quejas, sus amarguras, sus anhelos, dudas e ilusiones. ¿Nos hemos parado a escucharlos? ¿Qué expresa la voz de la juventud? En los medios se transmite una imagen de ella totalmente irresponsable, insolidaria con la sociedad, incluso, con las personas que estaban en las UCI hospitalarias. ¿De verdad creemos que la juventud está toda ella en un botellón o de fiesta? Me gustaría que, como sociedad, viéramos más allá de lo que se muestra por las pantallas y sintamos en primera persona cómo viven y qué quieren.

El mes de junio es el más importante del año. En él la juventud se prepara para emprender su camino hacia la universidad, a los diferentes ciclos formativos o para realizar las diferentes oposiciones que son claves para un funcionamiento en condiciones y normal de la sociedad. Pero no lo tienen fácil. A ninguna generación le han regalado nada. Pero la actual tiene ante sí una serie de dificultades añadidas como ninguna otra en la historia. Tony Judt escribe en su libro ‘Algo va mal’: «Si los jóvenes de hoy están desorientados no es por falta de objetivos. Una conversación con estudiantes escolares produce una asombrosa lista de ansiedades. De hecho, la nueva generación siente una honda preocupación por el mundo que va a heredar. Dichos temores van acompañados de una sensación general de frustración». Hoy nos hemos quedados sin ideales. Nos cuesta un mundo imaginar alternativas a todo lo que nos pasa. La voz de nuestra juventud no se escucha porque la sociedad no repara en su presencia. Estamos abducidos por el corto plazo. No vemos más allá de nuestros pies y la juventud, si es algo, es, precisamente, futuro y proyecto. De ella solía decir Ortega que su gran derecho era equivocarse. Sin embargo, ha perdido dicho derecho porque ni es escuchada ni valorada. ¿En qué espacios podemos encontrar su voz? Y la clase política, ¿cómo va a hablar de ella si no es capaz de consensuar unos mínimos para establecer una ley educativa que vertebre todas las energías y potencialidades que palpitan en ella?

Aparte de todos estos problemas, han heredado el mundo digital y de las redes sociales que se ha gestado en apenas 20 años. Aunque parezca que nos facilitan las cosas por la comodidad y rapidez, está poniendo sobre la mesa toda una serie de incertidumbres que están cambiando la comunicación y la identidad personal. Las relaciones sociales, como apunta Cristian Olivé, «son más superficiales porque las redes sociales juegan un papel predominante en ellas». Esto lleva a una volatilización de los vínculos con las diferentes realidades de nuestra vida y con las personas que nos rodean. En muchas ocasiones, el mundo paralelo que se da en las redes hace que perdamos la afinidad y nuestro arraigo en los problemas que se dan a diario. La juventud ha asumido el mundo que le hemos ofrecido. Por ello no podemos colocarle una sordina e ignorar lo que le preocupa. Tenemos un compromiso y una responsabilidad para con ella.

En estos días, miles de personas jóvenes están estudiando para acceder a carreras que investiguen vacunas para enfermedades que todavía desconocemos, para impartir clases a las generaciones que están por venir o aprender las nuevas formas de cuidado para las personas vulnerables que no pueden desarrollarse por sí solas. Escuchemos su voz y confiemos en sus sueños. De esa forma estaremos construyendo una sociedad con cimientos sólidos para afrontar con garantías el porvenir.