CuA Dios le avisaron de que aquel poeta de la Safor había fallecido e interrumpió su trabajo para recibirle. Ese día estaba ocupado en la creación de una nueva civilización. Aunque muchos humanos se considerasen únicos en el cosmos, la labor divina no se había interrumpido jamás y, en diversos puntos del firmamento flotaban otros lugares de vida e inteligencia. Sin embargo, Dios había reservado algunos puntos de la Tierra, como la Safor, a ser lugares privilegiados para la creatividad poética. Una decisión observada con amargura por Lucifer, que se consideraba a sí mismo el único ser de todos los universos con la magia precisa para transformar las palabras en música; en afectos y significados sólo comprensibles utilizando la inteligencia de los sentimientos.

Condenado tras desafiar la decisión divina e intentar para sí el monopolio de los versos, el diablo sintió una vez más el aguijón del despecho cuando supo de la llegada de aquel poeta, proveniente de una familia que amaba la agricultura hasta el punto de que, por sus venas, fluía el rojo de la tierra mezclado con el de la sangre. La misma familia que, a menudo, se albergaba en una amplia casa de campo: el tipo de hogar que, con el tiempo, soportaba las perchas de los parrales, se revestía de jazmines y buganvillas o se rodeaba de macetas con margaritas, calas, hortensias y geranios. Heredad desde la que se oteaba el crecimiento de los árboles, la explosión dulzona y aturdidora del azahar, la cascada naranja de los frutos destacando sobre un fondo de intenso verde. Ante los ojos de aquel niño, el horizonte lo habían delimitado esos árboles de mediano tamaño y nudosas ramas, que se extendían hasta donde la vista, saturada, se negaba a seguir arañando profundidad a la lejanía.

Del poeta se sabía que había crecido acompañado de aquella carnosa y sensual naturaleza. Correr con los amigos, por los campos propios y vecinos, le había permitido zascandilear entre acequias, perturbando en ocasiones el curso del agua para crear inundaciones inesperadas, practicar la construcción de efímeros canalillos e imaginar rápidas guerras navales con trozos de madera, hasta que el alguacil del riego lanzaba maldiciones con palabras sonoras que despertaban el regocijo en los miembros de su pandilla.

De aquel tiempo recordaría más tarde la caza de libélulas en las proximidades de las balsas de riego, el acoso a ranas y renacuajos cuando se sumergía en las aguas y evitaba el abrazo de aquellas algas que frenaban el avance de las piernas; las carreras por caminos desdentados y polvorientos, acallando a las cigarras; la algarabía de las mariposas en primavera y el descubrimiento de los caracoles en otoño, cuando las lluvias facilitaban su captura en aquellas pequeñas grutas que se alzaban entre el tronco y las raíces externas de los naranjos. Y, en verano, cuando existía algún carro disponible, la excursión a las inmensas playas cercanas, territorio para nuevas exploraciones entre dunas y lentiscos, la búsqueda de cangrejos y tellinas, la modelación de la arena, el atropello de las olas y el apurado de aquella gaseosa que, conservada en hielo, se colaba por la garganta con la pesadez del frío y el choque sin rumbo de las burbujas.

En aquel microcosmos se había cocido la primera alma del poeta. La que le hermanaba con una naturaleza cosida por la dedicación y el trabajo bien hecho procedente de generaciones de agricultores: el de la naranja en su tiempo, el de la caña de azúcar en épocas anteriores. Un fondo de sensaciones que había preludiado su acceso al intrincado mundo de la amistad adulta: ese cosmos caprichoso y disperso, tan distante de la abundante sencillez que se concentraba en torno a la casa familiar. Un nuevo trayecto de encuentros y ocasionales desencuentros en el que, al regusto de la experiencia, le seguía la cristalización de sentimientos opuestos, versos curtidos en verdades profundas, representación de la vida mediante imágenes caleidoscópicas, creación de dialectos propios que expresaban, con diferentes registros, la avasalladora potencia del alma humana cuando se descifra a sí misma.

Mientras todo aquello sucedía, Lucifer había vivido en la impotencia. A diferencia de lo que se creía, su castigo no consistía en habitar el infierno, sino en la eterna prohibición de crear poemas propios y conocer los ajenos. Una aflicción que se agudizaba cuando, por dispensa divina, las almas de los poetas visitaban el infierno para observarle. Algunos poetas de la Safor sabedores de su historia, como Ausiàs March y a partir de entonces Francisco Brines, siempre le destinaban un guiño de complicidad.