El otro día, unos compañeros nos acercamos a seguir la concentración que los pocos bielorrusos residentes en nuestra ciudad han promovido para denunciar la deriva de la situación de los derechos humanos en su país. Mientras los congregados estaban pegados a la Basílica de la Virgen, pudimos oír las palabras de unos señores que justo estaban desmontando de la plaza la simbólica instalación por el Corpus Christi: “Qué vergüenza que prohíban la fiesta y permitan esto”.

El espacio público que encierran las dos sedes de los valencianos –Generalitat y Catedral– es el lugar al que siempre iban a parar los diversos desamparos y desesperaciones humanas. Más recientemente, está siendo un sitio emblemático para exhibir numerosas causas que extranjeros –con información de proximidad– quieren que también hagamos nuestras, como sociedad que decimos abanderar los valores universales. Pero es que, en este caso concreto, es además una cuestión de solidaridad con el destino de 10 millones de población europea.

“Esto”, a lo que hacían referencia los señores, era un par de decenas de personas, en su mayoría familias jóvenes, cantando la versión en su lengua de la canción “L'Estaca” de Lluís Llach, tan popular ahora entre los bielorrusos como lo fue hace unas décadas para el movimiento polaco ‘Solidarność’. Portaban un gran avioncito pintado –recordando el vuelo de Ryanair de Atenas a Vilna, hecho aterrizar en Minsk– y fotos de Román Protosevich, periodista y pasajero de ese vuelo que fue detenido junto a su pareja bajo el poder de Aleksandr Lukashenko. Acusado de “terrorismo”, Protosevich es uno de los líderes del activismo disidente en las redes y que encontró asilo político en Lituania ya en 2019. Es decir, un año antes de las fraudulentas elecciones presidenciales en Belarús (Bielorrusia) que motivaron las grandes protestas luego reprimidas por el régimen.

Para estos manifestantes era importante hacer algo, ya que aquí pueden. Por un lado, casi todos dicen tener allá gente cercana que en el último año ha sido sometida a la violencia institucionalizada y condenada injustamente. Por otro lado, los que desde aquí querían ir a visitar a sus seres queridos ya no pueden; y no tanto por la prohibición de vuelos impuesta por la Unión Europea en respuesta al citado incidente, como porque las autoridades bielorrusas han limitado a sus propios nacionales la posibilidad de salir del país. A la postre, no es menos importante para los manifestantes de aquí poder reivindicar la bandera histórica de su nación (blanca-roja-blanca), la cual, desde que representa la oposición a Lukashenko y sus partidarios, está especialmente prohibida en su país de símbolos y modos soviéticos.

Lo cierto es que la gente de allá no tiene muchas opciones de amparo: no pueden acudir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, viven en el único rincón del continente con la pena de muerte y en Europa occidental ni se entiende la poliédrica realidad del país, ni se sabe muy bien en qué se diferencian de los rusos, cuando es mucho lo que les caracteriza de la mejor manera.

Aprovechando la ocasión de la cita, desde el Instituto 9 de Mayo regalamos al grupo de manifestantes una bandera europea –símbolo que no ha adoptado el movimiento opositor bielorruso– para animarles hacia aquello que representa. Nos paramos a pensar en la postura política al respecto de la Unión Europea, pero luego vinieron a la mente los susodichos señores de la plaza… Queda en entredicho si la otra pandemia que estamos sufriendo es la de ser indiferentes a las tragedias colectivas.