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Alfons Garcia

El silencio del suburbio

Nací en lo que sería lo más parecido a un suburbio en la Europa fría y áspera. Nací en uno de tantos pueblos alrededor de una gran ciudad que iba perdiendo identidad y color mientras sobre huertos, bosques y terrenos baldíos empezaban a crecer edificios de viviendas humildes para la nueva mano de obra que necesitaba la gran máquina del dinero. Sobraba humanidad (y humanismo) y faltaba casi todo. Cualquier bajo servía como aula de escuela pública. Ibas de una a otra para llegar, casi de adolescente, los que llegaban, a algo que empezaba a merecer el nombre de colegio. Cualquier descampado próximo servía como patio de recreo. Cualquier local valía para consulta de sanidad pública. Los servicios sociales eran una mera entelequia. Existían practicantes, que ‘practicaban’ con nosotros cuando las medicinas básicamente se inyectaban y las jeringuillas y agujas se esterilizaban en un hornillo y un cazo de agua caliente. Los campos de fútbol tenían sobre todo piedras y el césped lo mirabas en la tele de blanco y negro y de solo dos canales, uno de los cuales respondía a unas siglas rarísimas que nadie sabía qué significaban. Los campamentos de vulnerables eran chabolas que podían aparecer en cualquier campo yermo y para su erradicación -una de las primeras grandes decisiones de la frágil democracia y la desconocida autonomía- empezaron a construirse algunos barrios de viviendas clónicas destinados a luchar toda su vida para no convertirse en guetos sin siempre conseguirlo. Cosas del destino, esos bloques reconocibles a distancia se ubicaron casi todos en esa periferia urbana tan desdibujada como llena de vida.

Todos esos suburbios de los que con cierta épica política se llamó luego ‘el cinturón rojo’, ese extrarradio destino de los más humildes en la escalera social, siguen ahí. Han mejorado sus dotaciones públicas: hay parques, calles asfaltadas, farolas (y no bombillas colgando en los cruces de calles), centros de salud, canchas deportivas, alguna con césped artificial (mordida mediante o no), e incluso bibliotecas que no huelen a madera rancia y libro viejo y, lo peor, desusado. La gente ha cambiado, sus orígenes también, ahora más internacionales, pero no demasiado sus condiciones económicas. Sobre todo, lo que no ha cambiado es la brecha (palabra muy de hoy) entre su situación socio-económica y la de los habitantes de los barrios nobles de las grandes capitales.

Todos esos barrios degradados de la urbe y de municipios superpoblados conforman una realidad de la que se habla poco. Se habla cuando tres fines de semana consecutivos se organizan batallas campales entre jóvenes de unas tribus y otras. Se habla cuando un fuego destruye una de esas viviendas mal electrificadas o calentadas con vetustas estufas de gas. Se habla con suerte en Navidad si el Gordo pasa por allí. Pero poco más. No suelen formar parte de la agenda política y mediática. Sin embargo, bastante de nuestro futuro como sociedad se está jugando silenciosamente ahora en esos lugares.

Hoy sí hay un hueco en la política oficial para la España vacía y vaciada, para la despoblación y el reto demográfico. No diré que es una injusticia, aunque solo sea por solidaridad entre pobres. Es una España con problemas, pero que al menos hoy existe. Parece que la España de los suburbios no lo merece. Existen recursos sociales individuales, los comunes a toda la Comunitat Valenciana. Lo que no hay es una estrategia colectiva sobre estos espacios grises tan poblados donde se concentran las rentas bajas. De eso quería hablar.

Sé que entre algunos altos cargos del Consell también existe preocupación por estos barrios olvidados. Sé que algunos esperarían que hablara hoy de bajonazos y rejonazos políticos, pero ni el lenguaje taurino es mi fuerte ni creo que esos debates vayan mucho más allá de los habituales circuitos endogámicos. No lo sé, pero tengo fe en que quizá sirva pensar en otra política. Para que dentro de unos años no estemos con cara de tontos preguntándonos cómo la ultraderecha cosecha tantos votos en esos barrios degradados de València y su desgastado cinturón rojo (o el de Alicante). Como ahora nos preguntamos cómo Marine Le Pen triunfa en esa periferia multirracial y espinada de París y Marsella. Quizá estemos a tiempo de no ombliguear tanto. Para no darnos golpes de pecho cuando el silencio (quizá) se convierta en alarido.

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