Ahora que parece amainar el temporal, es momento de analizar cómo ha dejado la tormenta al buque insignia de nuestra convivencia, eso que hemos denominado ‘welfare state’ o simplemente Estado del bienestar. Es tiempo de valorar los daños, soñar con la reconstrucción y sobre todo aportar razones y soluciones para no errar en el intento de reflotar los restos del naufragio.

Nuestro modelo de protección social descansa en cuatro grandes sistemas: sanidad, educación, pensiones y servicios sociales. Cada uno de ellos es crucial para la calidad de vida de los ciudadanos, pero no podemos olvidar que el resultado final y la eficacia es fruto de la interacción entre todos ellos. Para facilitar la obtención de conclusiones útiles conviene repasar cada uno de los cuatro sistemas aludidos y comprobar el impacto producido por la covid-19.

En primer lugar, el sistema sanitario, ha sido el más afectado, la joya de la corona, un sistema del que nos hemos sentido muy orgullosos los españoles, al menos eso se ha ido reflejando en las distintas encuestas de los últimos 30 años, un sistema eficaz, con una generosa cartera de servicios, alto nivel de cualificación y un coste que, al menos de momento, lo hacía sostenible. La llegada de una pandemia, ha convertido a un sistema plural en un dispensador de respuestas urgentes concentradas en una única patología, algo que de momento ha desmontado la estructura de especialidades característica del sistema. La primera señal de alerta surge para salvar al sistema sanitario, evitar el colapso, impedir que la intensidad del problema desborde la capacidad de respuesta de la que dispone la estructura sanitaria. Con enorme esfuerzo se consiguió evitar esta posibilidad: nuestra sanidad ha salido dañada, pero continúa ofreciendo respuestas adecuadas a los problemas de salud de los ciudadanos, en gran medida gracias al esfuerzo de todo el factor humano implicado, que ha demostrado una entrega y una profesionalidad fuera de toda duda.

Los principales aprendizajes que se han producido tienen que ver con algo que ya sabíamos, la falta de personal y algo que ha salido menos a los medios pero que tiene la misma relevancia: la falta de inversión en tecnología. Ambos factores son una evidencia a la hora de hacer balance y deben de ser tenidos en cuenta en el momento de la reconstrucción, sobre todo si consideramos algo que tampoco ha estado muy presente durante todo este año y medio de pandemia: la inversión en gasto sanitario en nuestro país todavía no está a los niveles que dedican otros estados de nuestro entorno. Según datos de la UE antes de la salida del Reino Unido, dedicamos casi mil euros menos de inversión por habitante que la media.

En cuanto al sistema educativo, se ha encontrado con la sorpresa de tener que adaptar toda su organización de una forma extremadamente urgente. Las prisas no son buenas consejeras, y eso lo hemos podido comprobar por las idas y venidas de medidas que se han ido adoptando y que no siempre han resultado las más certeras. Afortunadamente el aprendizaje se ha producido y finalmente parece que se está en la senda correcta, pero nos volvemos a encontrar con dos problemas que ya empiezan a resultarnos familiares: la falta de una tecnología que permita una formación ‘on line’ con garantías y que no sea segregadora, y también la escasez de personal, sobre todo para conseguir que se cumpla una de las principales funciones de la educación, que es la reducción de las desigualdades entre personas y entre clases sociales. Volvemos a terminar de manera muy similar al anterior análisis, mientras que la media europea en inversión está por encima de 2,7 % del PIB, la española apenas llega al 2,2 %; entre ambas cifras hay muchos millones de diferencia.

Los servicios sociales se han denominado, en demasiadas ocasiones, como ‘la Cenicienta’ del bienestar. Son los que menos soporte legislativo estatal tienen, los de menor intensidad inversora y también los que cuentan con menor número de personal para resolver los problemas de los ciudadanos. Se trata del último dique de contención frente a la exclusión social, aquello que no resuelven tiene un destino de difícil gestión, y peores consecuencias. La pandemia le ha añadido enorme complejidad al precarizar a grupos poblacionales muy numerosos, pero además ha puesto en evidencia la necesidad de revisar algunos de sus recursos prestacionales. La respuesta habitacional con personas mayores ha salido muy tocada de un año de pandemia, requiere una revisión profunda y la adaptación de respuestas más eficaces y acordes con los tiempos actuales. Sin olvidar que, como venimos ya reiterando, la insuficiencia de personal y la escasa implantación tecnológica son dos elementos esenciales en la búsqueda de soluciones. En cuanto al análisis comparativo de cifras, en este caso resulta especialmente llamativo por lo negativo, ya que la inversión en esta materia nos sitúa en la mitad de lo que destinan países como Francia, Alemania, Irlanda, Bélgica y otros muchos.

Para terminar solamente nos queda poner la mirada en el sistema que supuestamente ha salido menos afectado por la onda expansiva de la pandemia: las pensiones. Más allá de otro tipo de análisis epidérmicos, lo cierto es que la destrucción de puestos de trabajo y la falta de capacidad recaudatoria ponen en cuestión la viabilidad de un sistema de solidaridad intergeneracional que se financia gracias al esfuerzo que realizan los activos para garantizar los ingresos de quienes ya no están en el mercado de trabajo. Si no hay una reactivación urgente, difícilmente la caja de pensiones podrá hacer frente a los compromisos adquiridos.

Vamos a esperar con enorme inquietud, pero también ilusión, el resultado de los anunciados fondos europeos y su destino final, que no puede ser un reparto equitativo por sectores productivos, ya que los daños han sido muy asimétricos. Por tanto, se deben equilibar la creación de riqueza y la reducción de la desigualdad. Si no se cumplen ambas, estaremos en una situación muy parecida a una de las escenas finales de ‘Bienvenido Míster Marshall’, cambiando las banderas americanas por las estrellas europeas que ondean al viento mientras los coches escapan a toda velocidad.