No hay manera de normalizar las relaciones entre los Estados Unidos de América y España, salpicadas siempre por episodios circunstanciales que perturban la diplomacia entre ambos países. El último, peripatético, un ligero paseo de medio minuto a través de un amplio pasillo tras una ‘performance tecnológica’ en la sede de la OTAN, en Bruselas. Aunque fue un paseo presidencial, lo que no ocurre todos los días, y en fluido inglés. La oposición, siempre atenta a las pieles de plátano que pisa el Gobierno, se ha mofado del encuentro, y no digamos las despiadadas redes sociales.

Una pena porque Pedro Sánchez, además de alto y templado, es el primer jefe de Gobierno español que habla la lengua anglosajona con desparpajo, todo un acontecimiento cultural en la carpetovetónica tradición hispana, refractaria a los idiomas y a la ciencia. Aunque Sánchez, acostumbrado al lenguaje de prestidigitador, ha confesado que el paseíllo, como a los toreros, le dio para todo, para repasar la agenda geopolítica mundial, felicitar a Joe Biden por su progresismo y hasta para encomendarse a los dioses. El problema es que Biden tiene problemas de movilidad porque es mayor y el tute de los viajes en el Air Force One lo deja baldado. Moncloa y Exteriores habían vendido un encuentro más empático y se petrificaron al comprobar el estado motriz de Biden.

No obstante, no debemos dejarnos engañar por las apariencias. El político de Pensilvania parece dispuesto a reactivar el liderazgo americano en el mundo, sobreponiéndose a las bravatas rusas y al espionaje industrial chino, pero para ello ha venido a pedir a sus antiguos aliados europeos que se sumen a ese movimiento envolvente, y eso sin agitar el avispero islámico ni abandonar la causa judía. Demasiadas sutilezas para un país como el nuestro que tanto depende –desde la Guerra de Sucesión– de los equilibrios entre las potencias extranjeras.

De hecho, España nunca ha aprovechado sus vínculos culturales con Estados Unidos. Hemos visto demasiadas películas de indios y vaqueros con los mexicanos como subalternos. La escena de John Wayne entrando en la taberna mexicana del poblacho de Shinbone, Arizona, tras perder el amor de la chica en favor de James Stewart en ‘El hombre que mató a Liberty Valance’, es bien reveladora.

Con tales complejos hispánicos a cuestas ante la nueva potencia imperial no es extraño que se diera pie a un guion de Berlanga como ‘Bienvenido Mister Marshall’, o que jaleáramos a Henry Ford II cuando visitó en Almussafes la instalación de la factoría de sus automóviles. Un pelo faltó, también, para que Segundo Bru, el conseller económico del socialista Joan Lerma, convenciera a los directivos de la Disney para ubicar en el valle de Pego el mayor parque de atracciones americano de toda Europa.

Nos olvidamos, sin embargo, que la cultura española está más que presente en todo el oeste de EE UU, cuyo patrimonio arquitectónico y relato histórico prohispánico nadie es capaz de enaltecer con el necesario orgullo, siquiera sea reconociendo errores y latrocinios, que también los hubo. Entre tanto, se derriban estatuas de Colón o de Junípero Serra.

Desconocemos, del mismo modo, que España fue un aliado decisivo de las tropas de George Washington durante la guerra por la independencia. Tan es así que un valenciano, de Petrel, Juan de Miralles, fue amigo personal del primer presidente americano, hizo de espía en favor de su causa y proveyó de casacas al ejército de las colonias gracias a su capacidad comercial con la industria textil de Alcoi. Miralles murió en una acción militar durante aquella contienda y se le honró con un funeral oficial a pesar de que los Estados Unidos todavía no se habían proclamado. Quedó enterrado en el cementerio de la localidad donde residía el propio Washington.

Las relaciones hispanoamericanas se torcieron de verdad a raíz de la guerra de Cuba, incitada claramente por el expansionismo estadounidense, y que culmina con un enfrentamiento bélico directo. Allí se pierden las últimas colonias del Imperio español y nace la moderna formulación neocolonialista de EE UU. Comienza el 98 hispánico, una mirada endogámica de España sobre sí misma que produce un alejamiento español de los grandes sucesos mundiales del primer tercio del siglo XX, a pesar de lo cual, la causa republicana española será muy valorada por el progresismo norteamericano.

Ya saben que luego sobrevino un franquismo que le declaró la guerra cultural al universo anglosajón hasta que la apertura de los 50 culminó con la grandilocuente visita de Eisenhower y el previo acuerdo militar cediendo las bases de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza. EE UU, sin embargo, quedó demonizado una década después tras el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam y su intervencionismo en Latinoamérica. En los 60 y 70 aquí también se quemaban banderas ‘imperialistas’ con las barras y estrellas, desapego al que no ayudó la supuesta actitud neutra de la legación yanqui durante el golpe de Estado del 23F.

El felipismo buscó normalizar la situación con la difícil apuesta del PSOE por la OTAN y José María Aznar la llevó al paroxismo con su pacto atlantista de las Azores, con los pies encima de la mesita junto a Georges Bush Jr cuando todos creían que la nueva derecha americana iba a modificar el ‘status quo’ mundial. Pasamos de las conferencias en inglés macarrónico en Georgetown al feo de Rodríguez Zapatero con la bandera americana, del tancredismo de Rajoy al farol de Sánchez. Curiosamente, fue Trump el más españolista de los últimos presidentes de EE UU: se lo debemos al independentismo catalán. Mientras, en aquel país, el influjo latino es cada vez mayor: ya hablan español 58 millones de estadounidenses.