Una noche de verano, allá por los ochenta, salía uno de la redacción y de repente se tropezaba con un concierto de Dizzy Gillespie, los mofletes hinchados hasta la ruptura de toda lógica fisiológica, en la plaza del Patriarca. Otra noche, la plaza de toros se encendía para que la balada mística de Miles Davis se escuchará más allá de la casa consistorial, sobre una València medio insomne, de ventanas abiertas. En el teatro Principal alternaban conciertos Art Blakey, Sarah Vaughan, Stan Getz y un sinfín de prodigios en una especie de conjunción planetaria, esta sí, que fijaba su origen y fin sobre la vertical de València, lo nunca visto. Esas epifanías musicales las ha recordado alguna vez el crítico Jorge García, y a muchos otros como yo, con menos memoria, aún se nos aparece, en la lejanía y en blanco y negro, alguna imagen de aquella época. Fue la Diputación de València la que alumbró toda aquella primavera musical, con José Gandía Casimiro (’Dentadura postissa’) como sacerdote supremo, así en el teatro Principal como en lo que se denominaron las ‘movidas’, y con Julio Martí en la parte empresarial, que todo arte ha de tener su industria pegada, lo demás son cuentos. (Julio Martí ha sido, y tal vez sea, uno de los promotores de jazz más importantes de España, pero tiene un problema en esta tierra; en lugar de ser de León o de Sevilla, es valenciano, no hará falta añadir más sobre la singularidad del caso). En la presidencia de la diputación creo yo que se sentaba Antoni Asunción, Vicente Vercher que conducía el área de cultura me corregirá, aunque puede que Manuel Girona ya participara en la génesis de aquella eclosión. Nació antes el festival de jazz de San Sebastián, sin duda, y el de Barcelona, y el de Vitoria, pero apenas algún lustro más tarde despuntó el de València. (Después se han celebrado tantos certámenes en tantas ciudades españolas que, una de dos, o hay jazz en verano o es que ha desaparecido la ciudad). Aquel estallido ‘pionero’ y refulgente dio paso a una normalidad muy normalizada, en la que más o menos vivimos: las otras ciudades nos han alcanzado en las glorias que inauguramos aquí. Lo mismo sucedió con la Mostra, aquel invento de Garcés y Casado, uno de los primeros festivales de cine de la segunda hornada de España, junto a Sitges, que abandonamos a la agonía, y solo hay que observar ahora a qué altura rinde Málaga, por ejemplo, y a qué altura raya la Mostra, si es que todavía conserva un pulso de vida, porque llegó a desaparecer. (El fetén es Cinema Jove, que goza de un prestigio merecido, pero esa es otra historia). El caso es que el jazz patrocinado por las instituciones, como digo, ‘es’ patrimonio de la diputación, que lo acogió implume en su seno, y más tarde ya vendría el Palau de la Música municipal para continuar afirmando la leyenda inicial. Y ahí reside el festival hoy, en el Palau de la Música, digno y respetable, pero gestionado con tantos esfuerzos como apretones presupuestarios. Con el desembarco del Botànic y del Rialto, qué nombres ponen a los gobiernos, hubo quien pensó que la izquierda le inyectaría nuevos aires, lo resplandecería y haría del certamen musical -y de otras expresiones artísticas y culturales- lo que el PPCV hizo con los grandes acontecimientos deportivos, pero esta vez desde la cultura, que es, o era al menos, una de sus identidades más intransferibles. (La izquierda tiene el deber de innovar, proyectar, debatir; lo contrario es la inmovilidad, la desidia, el continuismo, la inercia). En definitiva, promover unos ‘grandes eventos’ culturales. Es decir, en lugar de ‘conocernos’ en el mundo exterior por la Volvo Ocean, pues que nos descubrieran ahora por un concierto de Keith Jarret (o por otro de la Filarmónica de Nueva York). En lugar de expandirnos en el universo por la F1, pues que supieran de nosotros por el Congreso de Intelectuales y Artistas. En lugar de brillar en el cosmos por la visita del papa, pues que nos frecuentaran por el desembarco mensual de los MacCarthy, McEwan, Amis, Vargas Llosa, Piketty, Pinker y demás, en monólogos o diálogos en la Lonja, que para algo está el monumento, además de para los turistas en chanclas. La cultura es cara, sí, como lo era el pescado de Sorolla, pero más cara es la ignorancia. En fin, aún se está a tiempo, al menos en el jazz. Se puede enaltecer el festival y situarlo al nivel de los grandes desde la transversalidad, en un triángulo que enlace la diputación de Gaspar, la Generalitat de Marzà y el ayuntamiento de Ribó, su titular actual. Y fragmentarlo en varios escenarios, el Principal (donde mejor se escucha), el Palau de la Música, les Arts, la plaza del Patriarca o similares espacios al aire libre. Y nombrar a un director artístico, que emane de un consorcio y que se entienda con promotores y con mercados y músicos. ¿Qué es la izquierda si encima se rinde a la tacañería y no ‘malgasta’ el dinero en los grandes -y pequeños, claro- iconos culturales? A Toni Gaspar, el presidente de la diputación, le gusta bucear en el pasado democrático de esa institución, donde el jazz, ya está dicho, era uno de sus caudales artísticos, y seguro que se abriría a nuevas aspiraciones, y Marzá y Ribó y Colomer han de entender que en el mundo de las ciudades globales -y la ciudad global es más democrática y liberal que su entorno y ya supera ‘de facto’ a otras organizaciones territoriales y políticas- València ha de marcar su espacio y necesita, para proyectarse e intercambiar flujos con sus homólogas, de actividades prestigiosas que impulsen el concepto de capitalidad y que sirvan para subrayar que habitamos aquí, en las riberas del Turia, y que no solo sabemos quemar y guisar fallas y paellas. ¿Qué mejor que la cultura para trasladar el mensaje, nuestra carta abierta al mundo? Y, oiga, si no hay alternativa, pues bien, nos quedamos como estamos. Entonces podremos decir lo que decía Chesterton que decía Whitman: el mero hecho de existir -de disfrutar de un festival de jazz en València- es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de entregarnos a tan cósmica gratitud. Demos gracias y seamos felices.