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Juan cruz

La bofetada de café con leche

No supe que era distinto a los otros, que todos éramos distintos en definitiva, hasta que aquel niño que hablaba inglés y que era mi vecino, arrojó a mi cara su taza de café con leche. Él se llamaba Tommy, era inglés, uno de aquellos ingleses que fueron a mi pueblo, y a mi barrio, cuando los chicos del barrio no sabíamos aún que existían otros idiomas y creíamos que el mundo no tenía otras carreteras que las que conducían del barrio al pueblo, en este caso el Puerto de la Cruz.

Nuestras casas se apagaban poco antes del anochecer, para que hubiera más fuerza eléctrica en el Puerto de los turistas, en los primitivos hoteles que surgieron al amparo de la experiencia lujosa del Hotel Taoro y de otros pioneros inolvidables. Nosotros no sabíamos ni la palabra progreso, así que éramos víctimas inocentes de las distintas oleadas del futuro. No sabíamos, por tanto, nada del racismo, que sólo aparece cuando hay personas diferentes en una misma comunidad, y algo, un buche de leche, por ejemplo, nos pone en nuestro sitio entre los que se sienten superiores y sus víctimas.

Seguramente Tommy era ajeno a todas estas teorías que expongo, y era simplemente un maleducado que creyó imprescindible escupirme al rostro para dejar claro que en aquella tribu de chicos él estaba facultado, por cualquier razón, a marcar así un territorio por otra parte indisputado. Cualquiera de nosotros, debí pensar entonces, pudo haberlo hecho, menos yo, probablemente, pues ya entonces era el menos valiente de la vecindad, el más apocado por razones de salud o de genética. Y aunque nunca he echado de menos la valentía para cosas sin importancia (o a las que yo no le doy importancia), entonces sí fui consciente de que, en una riña infantil, yo sería la victima. Luego he sabido que las riñas infantiles son la raíz de todas las riñas, y de sus sucesivas consecuencias.

En cualquier caso, aquella audacia infantil de Tommy se me quedó grabada en la mente como una prueba de que algo pasaba, y no era bueno, entre nosotros. A lo largo de los años, como suele suceder, esa metáfora adquirió el valor de un ejemplo que me enseñó, entre otras cosas, a no desearle jamás el mal a mis semejantes, aunque fueran completamente distintos. Es verdad que los chicos del barrio tenían entre ellos sus propios diferentes, eran como lo fue Tommy en determinadas circunstancias. Así pues, eran burleteros, envidiosos, peleones, y para demostrar que eran mejores, más fuertes y más pendencieros, nos hacían rabiar a los que éramos de la misma piel y del mismo origen, para significar de cualquiera de las maneras que eran superiores o distintos. ¡Distintos, si éramos igual de morenos y de bajitos, niños de la calle que no teníamos ni juguetes!

Tommy era, al contrario que todos nosotros, un chico espigado, pecoso, de pelo rojizo y de ojos claros, olía a extranjero y a leche de vaca, y tenía las manos ligeras para pegar y la boca dispuesta a servirle de instrumento de la burla. Hablaba inglés, y nosotros le respondíamos de cualquier manera. Que aquel día me hubiera utilizado como víctima fue consecuencia del azar, pensé siempre, pues él tenía la boca llena y hubo de buscar un prójimo que le sirviera de sparring. Fue un golpe triste, es decir, humillante, pero yo no recuerdo que nadie, ni yo mismo, se sintiera tan ofendido como para reclamarle nada a Tommy, pues pelear y salir trasquilado estaba al alcance de cualquiera; a nadie, ni a los padres, se le hubiera ocurrido que aquel incidente de barrio tuviera otro fundamento que los que son propios de un juego de niños.

Pero este pasado viernes, en Madrid, en medio de los episodios finales (¿finales?) de la pandemia mundial, y a rastras de las infinitas consecuencia morales y políticas del maldito virus mortal, se produjo en la Asamblea de la Comunidad madrileña un hecho mayor de racismo, muy penoso y muy ruin, como si fuera una bofetada de café con leche mal digerido lanzado contra una persona que, además, es negra. La autora de tamaña ofensa, es una persona contemporánea, parece que arquitecta de profesión, miembro político del partido racista Vox, Rocío Monasterio, que en el uso de su facultad para subir a una tribuna se alzó de ella para proferir una orden personal de expulsión contra el diputado negro Serigne Mbayé, senegalés de origen, de 46 años, del partido Unidas Podemos. No sé ahora, no lo sabré nunca, cómo me sentí cuando Tommy me vomitó encima, valiéndose de su probable teoría de la superioridad de la piel, pero sí sé que sentí esta vez viendo a esta persona de tez de carne digamos que clara insultando de esa manera a un semejante.

Me sentí avergonzado como ser humano, maltratado yo mismo como aquel día de Tommy o cuando mi alcalde, el alcalde de mi pueblo, me echó del ayuntamiento porque “el alcalde no recibe a pordioseros”. El racismo nace en cualquier atajo, está esperando que pases por allí para que se represente bajo la advocación de la libertad de expresión que incluye el insulto y la burla, y en este caso de Monasterio y sus bravatas ese insulto racista se produjo a plena luz del día, en medio de maderas lujosas, que ella no quiso compartir con este africano ahora español que vino de su tierra para padecer y ser feliz entre otros seres humanos que lo vieron como inmigrante negro y que ahora lo ven como diputado negro, en un hemiciclo poco acostumbrado a la diversidad y, como ahora se ve, a soportar, desde el punto de vista miserable de Monasterio, a uno que ahora es (lo fue de antes) miembro de una comunidad en la que también hay negros, rojos y bajitos, donde no todos son como ella y los apuestos blancos (¿blancos?) del partido que quiere que haya una expulsión racista generalizada en este país de mestizos, y a mucha honra.

Mi madre decía que nosotros proveníamos de gitanos que venían de Francia o vete tú a saber. La primera mujer de Guillermo Cabrera Infante le reclamó a éste, ya en el exilio cubano de Londres, que impidiera que su hija mayor (la hija de ambos) se casara con un negro (decía Guillermo: “Es negro pero tiene la cara simpática”). Todos somos de todas partes y todos somos, eso decía mi madre también, hijos de Dios y de la piel de los azares. Lo que ha ocurrido ahora con el racismo de Madrid es una bofetada como la de Tommy, pero aquel inglesito no tenía idea de que él era blanco y yo, a los efectos, era negro. Vomitó por maleducado y por niño, y esta Rocío vomitó porque odia, y el odio sólo se perdona cuando se pide perdón. Y ella se mantuvo alzada, con su insulto en la boca, como si fuera la dueña de la mejor de las razas. Pobre mujer, tan odiosa como el odio.  

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